Al mismo tiempo que México libraba ésa que llamamos nuestra Guerra de Independencia, España también libraba una Guerra de Independencia, nada más que contra Francia. Apuesto a que nuestro país y la civilización de habla española serían más comprensibles si los programas educativos expusieran tal hecho a los parvulitos y trataran de explicarlo a los bachilleres.
Aquí en México, si te fue bien con la escuela a la que te inscribieron tus papás, la maestra te pone de tarea que leas en el libro de texto el cuadrito que lleva por título “Antecedentes de la Independencia”, donde se menciona en diez palabras el arresto del virrey Iturrigaray. Con eso, si es que hiciste la tarea, termina la enseñanza escolarizada acerca de la relación entre ambas Independencias. Las Guerras de Independencia simultáneas no son el único paralelismo entre las historias de México y España, que también tuvo un siglo XIX de enconada guerra civil. Aquí en México, primero contendieron federalistas contra centralistas y, después, conservadores contra liberales. Allá en España, los contendientes se llamaron carlistas contra cristinos: tuvieron nombres más bonitos. Ambos países buscaron resolver sus querellas intestinas yendo a buscar un rey a otra parte. Acá, vino Maximiliano de Habsburgo. Allá, Amadeo de Saboya. Tanto Maximiliano como Amadeo reinaron poco tiempo y sus reinados concluyeron con pocos años de diferencia, sin aplacar las desavenencias internas. España tuvo su Primera República y México su República Restaurada. Alguna paz llegó a España con Alfonso XII, un rey propiamente dicho; en México, llegó alguna paz con Porfirio Díaz, un general-presidente cuasi rey. Las paces no duraron, pues siguieron revoluciones terribles. Por fin, bien entrado el siglo XX, ambos países alcanzaron estabilidad, aunque con regímenes que, en el siglo XXI, las respectivas opiniones públicas juzgan execrables: el PRI y el franquismo. Al observarlos a detalle, los paralelismos divergen. Sin embargo, no hay que tomarlos por mera coincidencia, pues pueden ayudarnos a salir de nuestro error, a nosotros que consideramos que el Estado-nación es la unidad de la historia universal, su sujeto y protagonista. España y México tienen historias paralelas porque son ramas del mismo árbol, la civilización hispánica, que a su vez entronca con una de las manifestaciones de la cultura occidental, la cultura católica latina, que a su vez está injertada en la cultura cristiana de Occidente, que da media vuelta al mundo, desde las costas del Pacífico ruso hasta el litoral oeste de Sudamérica. A la civilización hispánica pertenecen Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, España, Filipinas, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Estos países tienen historias semejantes, porque se desgajaron de una civilización que decae desde el siglo XVIII, pero no acaba de caer porque está cayendo desde muy alto. Aunque repuntó con las Cumbres Iberoamericanas, la hispanidad es una idea fuera de moda. Se antoja más verosímil que el futuro nos depare MexUsCan a que se fortalezca la integración entre los países de habla española. Sin embargo, que una idea no esté en boga no quiere decir que sea mala.
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México es más que el país del crimen y la violencia. Como prueba, está el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española, celebrado en nuestro país en 1951. De este Congreso surgió la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), la forma institucional en que actualmente se “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua.
En aquel entonces, México buscaba ejercer poder suave en el mundo hispánico, para llenar el vacío que, entre los países de habla española, dejó la España de Franco, al quedar fuera de la ONU. Por medio del Congreso, México quería liderar a los países hispanohablantes, bajo el principio de que “se puede ser hispánico sin tener que ser español”. En esas circunstancias, José Rubén Romero, miembro de una Academia Mexicana que contaba con nueve diplomáticos entre sus dieciséis miembros numerarios, tuvo la idea de que México convocara al Congreso, sin que fuera iniciativa española. En los toros o el box, los académicos se la contaron a su amigo el presidente. Miguel Alemán tuvo el acierto de aceptarla. La ejecución de la idea fue magistral. La Academia Mexicana giró invitaciones por escrito a las demás Academias, por orden de creación. Pero, puesto que la iniciativa rompía el papel tradicional de la Real Academia Española, México obsequió a España con enviados que hicieron la invitación en persona, para manifestar respeto a la posición primada de los españoles en cuanto decanos. Este proceder facilitó que, cuando España fue invitada, el Congreso ya no era un proyecto de mexicanos, pues contaba con el beneplácito colombiano, ecuatoriano, salvadoreño, etcétera. Así, la Academia Mexicana empujó a la Real Academia contra las cuerdas con guantes de marca Cleto Reyes y España aceptó venir al Congreso, aunque no fuera iniciativa suya. Siguió el mejor round, después de que, ante la ONU, México votó en contra de que se levantaran las sanciones contra la España franquista y, posteriormente, apoyó una proposición soviética contraria al gobierno español. Como respuesta, los españoles comunicaron a la Academia Mexicana que, “por razones de patriotismo”, cancelaban su participación en el Congreso. Empero, la Real Academia asistiría si el gobierno mexicano cortaba con los republicanos. Como México no podía permitir que su política exterior se dictara desde Madrid, los preparativos del Congreso siguieron adelante. Pero como la idea era que México se convirtiera en el centro de la unidad del mundo hispanohablante, había que preservar esa unidad a toda costa, sin excluir a España, que con su anuncio había armado la de San Quintín. Para conservar la unidad, los académicos-escritores-diplomáticos de México hicieron circo, maroma y teatro. Como resultado de sus buenos oficios y oportunas gestiones, España aceptó acudir al Congreso, porque los países que hablamos español conformamos una “civilización hispánica”, distinta de la anglosajona, musulmana o china. Somos “los viejos multimillonarios de la fuerza moral y las energías vitales, los que podemos darles lecciones a los nuevos ricos" de Estados Unidos, cuya “técnica ensoberbecida ha querido regirse nada más que por una ley cuantitativa de más y más: "más riqueza, más producción”. El Congreso de 1951 fue una maniobra internacional en la cual notables mexicanos intentaron exitosamente crear un nuevo equilibrio en el mundo hispanohablante, pero sin causar rompimientos entre los países que hablan español. La maniobra, que logró frutos útiles y perdurables, es una prueba, entre miles, de que México es mucho más que “el país de la violencia, y el odio”. Para hacer lo que queremos hacer, debemos recordar que ya lo hemos hecho. Como soy un urbanícola clasemediero globalizado, sentí turbarse mi conciencia cuando, para halagar a su huésped, Celedonio Caldera me ofreció huevos de tortuga, pues caen dentro de las prohibiciones alimenticias que prescribe la religión de mi época y ambiente. Traté de evangelizar a Celedonio:
“Pero, Celedonio, las tortugas están en vías de extinción.” Hombre de poca fe, Celedonio me predicó que no, que hay miles de tortugas en las decenas de kilómetros de playa desierta del Pacífico mexicano que están afuera de su casa. Junto con los cocos que dan los cocoteros, los huevos que éstas ponen forman parte de la dieta habitual de su familia. “Montones de huevos que ponen. Mira, así”, dijo, abriendo los brazos para expresar con señas la liberalidad de las tortugas, el mar y la naturaleza, que se dan al hombre, para que el hombre viva su vida en agradecida libertad, libre de prohibiciones alimenticias y otros mandamientos, aparte de los diez que Moisés recibió en el Monte Sinaí, los cuales Jesús resumió en dos y ya. A pesar de la religión de mi época y ambiente, en mi interior persiste otra religión, la cual me impulsó a poner las leyes de la hospitalidad por encima de los escrúpulos programados en mis redes neuronales. Por eso, sin mayor discusión, acepté los huevos y me comí algunos, con limón, salsa valentina y desagrado, pues no saben ricos. Aun pasados por agua, saben a huevo de gallina crudo multiplicado por mil. Es difícil ponerle nombre al profeta mayor de mi religión de urbanícola clasemediero globalizado. Para poder avanzar, digamos que se llama ONU y que el profeta ONU transmite su palabra a través de los tratados internacionales que firman los Estados Unidos Mexicanos, profeta menor que a su vez replica la palabra de ONU en leyes y reglamentos que Celedonio, tú y yo estamos obligados a cumplir, bajo pena de multa o prisión, pero también inquietud interior: el temor al infierno de la no- biodiversidad. El fenómeno de las diversas y contradictorias religiones y, por tanto, morales, que chocan en mi corazón, pero también en mi civilización, me parece interesantísimo. Pero, por ahora, sólo tengo espacio para manifestar cómo fue que, en el caso de los huevos de tortuga que me invitó Celedonio en su casa sobre la costa del Pacífico, la Secretaría de Marina resuelve el conflicto. Para resolver el conflicto entre la religión que permite recoger huevos de la playa para comerlos y la que prohíbe hacerlo, la Marina es un Salomón. Si una patrulla encuentra a Celedonio recogiendo huevos, le decomisa la mitad y la otra mitad se la deja para que la consuma con su familia. Además, fuerza al culpable a devolver la mitad decomisada al hoyo de dónde salió y enterrarla con sumo cuidado. Superficialmente, este juicio y sentencia carecen de filosofía y teología. Bien mirado, son profundamente filosóficos y teológicos, aunque se pasan por el arco del triunfo, entre otras normas del derecho positivo mexicano, las que protegen el derecho a proceso judicial y las que proscriben las penas corporales. Pero esa también es la política: el arte de ayudar a convivir en un mismo territorio a quienes creen que comer huevos de tortuga es pecado medioambiental grave y a los que creen que es gratuito don. En México hay libertad de cultos y la Marina la sostiene. Con qué cosas se topa uno al vacacionar por estas tierras del Señor … Manuel Gómez Morín (1897-1972) fue una extraña mezcla de político, tecnócrata, intelectual, apóstol quijotesco y católico moderno. También fue un hombre culto.
Desde niño, el gusto por leer echó raíz en Gómez Morín, no como pasatiempo, sino como actividad de alto riesgo. Tolstoi, Gorki y Dostoievsky fueron compañeros de su juventud. En los 12 mil volúmenes de su biblioteca personal (a resguardo del itam) está el itinerario de su mente y su alma. Ahí, dejó subrayados y anotados trescientos títulos, que muestran la diversidad de autores, temas y lenguas que le interesaban. En una libretita, con letra menuda y tinta negra, escribía síntesis de sus lecturas. Suscrito al Times Literary Supplement, solicitaba novedades europeas. Leía a Maritain, Chesterton o Maurois, escritores cristianos del siglo xx, pero también a Henri Bergson, cuyos libros estuvieron en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. Tenía en alta estima el Leisure de Huizinga, libro central para los hombres de acción, porque la actividad fecunda surge del ocio, no del estrés. De Charles Péguy y Paul Claudel absorbió este principio de vida: “Lo espiritual descansa en la tienda de campaña de lo temporal”. José Ortega y Gasset le dio una concepción del intelectual en política y sociedad. Le inspiró el jurista Léon Duguit, quien daba relevancia especial a los fundamentos sociales del derecho, en contraposición del liberalismo individualista. Entre sus lecturas mexicanas están Justo Sierra, José Vasconcelos y Ezequiel A. Chávez. Dice Enrique Krauze que “las cartas eran la respiración moral” de Gómez Morín. En aquella correspondencia, especialmente la que tuvo con su amigo Efraín González Luna, están vivas sus lecturas: Pasternak, Teillhard de Chardin, Georges Simenon, Henri Lefebvre. Los libros de Sartre ponen a los amigos conversar, con preocupación, sobre el existencialismo. Encuentran La región más transparente “desorientado y sucio”. El Juárez de José Fuentes Mares los mueve a criticar la historiografía oficial. Amigo por correspondencia de Ramón López Velarde, Gómez Morín se internó en la poesía moderna de Francia: Arthur Rimbaud, Francis Jammes, Jean de Moreas y Jules Laforgue. Gómez Morín leía poesía en voz alta y la memorizaba. En una carta de 1927, dirigida a Vasconcelos, cita dos versos de Othón –“¡A fuerza de pensar en tales cosas / me duele el pensamiento cuando pienso!”–. En un discurso, deja caer este verso de John Milton: “They also serve who stand and wait.” A pesar de ser un lector dedicado, Gómez Morín nunca creyó en el poder de su propia escritura. Cientos de artículos suyos quedaron sueltos en páginas de periódicos y revistas. En su juventud publicó un par de libritos y ya. El resto de sus palabras quedaron plasmadas en contratos, memorandos e iniciativas de ley. Alguien más recogió sus discursos. Manuel Gómez Morín formó parte de la generación de los Siete Sabios, que nació a la vida pública en la tolvanera de la Revolución. Siendo muy joven, se desempeñó como subsecretario de Hacienda. En el papel de eminencia gris, fue agente financiero del gobierno mexicano en Nueva York. Al concluir esta comisión, Álvaro Obregón le ofreció la legación de México en Japón, que él rechazó, para volver a México a dar clases de derecho. En 1922, Vasconcelos le encargó la dirección de la Escuela de Jurisprudencia que, durante su gestión, se convirtió en Facultad de Derecho. Fungió como rector de la unam en tiempos adversos para la libertad de cátedra, periodo en el que, sin embargo, actuó con firmeza y mesura. Manuel Gómez Morín tiene calle y monumento. Pero el mejor homenaje que los mexicanos le podemos rendir es conocer su vida y seguir su ejemplo. Si yo tuviera veinte años, al oír que me echan la aburridora de lo importante que es mi participación en las elecciones de 2024, me pondría a mirar el techo mientras pienso:
“Desde que nací me llevan diciendo que los políticos mexicanos son una mierda y que la política mexicana es una mierda. ¿Y ahora de repente quieren que me interese? ¿Que me informe? ¿Qué vaya a votar? ¿De verdad quieren que me eche un clavado de cabeza en un chiquero lleno de mierda?” Con su masiva indiferencia, los jóvenes demuestran haber aprendido bien la pedagogía cívica y la educación democrática que les inculcamos en casa. A pocos meses de las elecciones, los mayores de treinta años no tenemos otra cosa que hacer que arrepentirnos de corazón y cambiar de actitud, confiando en que será cierto el refrán que dice: “Las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra.” Para empezar a reparar los daños causados por nuestras generalizaciones mentirosas, el 2 de junio habrá que ir a votar sin echarnos incienso por cumplir con nuestro deber. Sin embargo, no bastará con eso para que nos podamos sentir tranquilos. Habrá que hacer un sincero y minucioso examen de conciencia; después, habrá que admitir la naturaleza exacta de nuestras faltas; todavía después, habrá que pedir perdón y hacer penitencia, frase técnica de las ciencias morales que, si bien nos hace sudar frío de miedo, lo único que quiere decir es “aceptar la alegría de intentar vivir con rectitud”. Para vivir rectamente, podríamos comenzar por suponer, aun a manera de mera hipótesis, que, con ignorancia culpable, hemos permitido que se olvide que economía y política pertenecen al ámbito de la moral: el conocimiento de los hábitos que nos conducen a la plenitud de acuerdo con nuestra naturaleza de animales sociales contingentes y vulnerables. Asimismo, podríamos hacer propósito de enmienda y mordernos la lengua, cada vez que nos veamos tentados a decir: “El presidente es un pendejo. Nos gobiernan puros pendejos.” En vez de ello, podemos tratar de imitar una conducta que parece francamente ñoña y perfectamente inútil. En vez de andar pendejeando gente a diestra y siniestra, podríamos callarnos la boca y pronunciar en la mente: “Pido prudencia, justicia y fortaleza para el presidente, el gobernador y el alcalde. Pido para ellos lo mismo que pido para mí.” La intención de ser rectos puede conducirnos a admitir que los males que vemos en el país son reflejo de nuestra interioridad. Paradójicamente, esa admisión puede ser la grieta por donde penetre el torrente de la salvación, pues, por un reflejo de defensa psicológico, podemos hacer este razonamiento: “Okey, si afuera es como adentro y afuera hay tanto bueno, entonces adentro no está mal de cabo a rabo.” Así, podríamos empezar a estar agradecidos porque, en este país, por misteriosa gracia, abunda el bien en la vida cotidiana. No obstante, hacer inventario de los bienes, sorpresas, dones y regalos también exige disciplina y esfuerzo. En fin, incluso algo tan mínimo como persuadir a tu hija o tu sobrino de que votar en 2024 y elecciones subsecuentes puede ser una proposición aceptable ante su conciencia exige una tarea hercúlea de transformación interior. Parece más fácil, por pereza, dejarnos caer y hacerlos caer en el pecado imperdonable: creer que ya nos cargó la tiznada. A esa desesperación infinita la religión de los cristianos llama “infierno”. La oposición también se hace con ideas y libros. Manuel Gómez Morín (1897-1972) lo tenía muy claro, pues aun hoy, la Editorial Jus, fundación de este hombre extraordinario, extraña mezcla de político, intelectual y apóstol quijotesco, es caso a estudiar y ejemplo a seguir.
A Gómez Morín se le recuerda por haber fundado el pan y el Banco de México. Sin embargo, uno de sus mayores anhelos fue erigir con libros una república dichosa y con libros salvar al hombre “inestable pero irrompible también, materia y espíritu, necesidad y anhelo, apetito y destino”. A la par de su desempeño público y su trabajo como abogado corporativo, durante su vida Gómez Morín se dedicó a la edición, pues tenía conciencia de que los libros podían ayudar a reconstruir la nación, que había venido sufriendo una obra secular de demolición. Con sus empresas editoriales, Gómez Morín perseguía una estrategia política que iba mucho más allá de un asalto al poder. Gómez Morín no quería ganar elecciones y ya. Quería fomentar una opinión pública capaz de mirar críticamente al pri, pero también a algo más antiguo y perverso: la antropología y la cosmovisión que fundamentaba los postulados de ese partido. En su pensamiento, debía existir un Estado fuerte, capaz de realizar el bien común, pero con límites claros puestos por el municipio, la escuela, el sindicato, la barra de abogados o el colegio de ingenieros. Aparte de la que hacía con el PAN, Gómez Morín pensó en hacer “política de verdad, no electoral” a través de publicaciones. Con esa política, buscaba propiciar una utopía de comunidades naturales de personas, basadas en la solidaridad, que tomaba en cuenta la tradición, la historia y el destino particulares e irrepetibles de México, en su total, multiforme y contradictoria realidad. Con Jus, Gómez Morín no quería nada más echar a rodar libros buenos, bonitos y baratos por el mundo. Pretendía fundar una “organización creada especialmente para difundir el libro”, capaz de “lograr y mantener listas completas y eficaces de lectores” y que pudiera organizar “agrupaciones de bibliófilos y ferias del libro”. Por sí mismo, el primer título que Jus publicó, las obras completas de Lucas Alamán, contenía un programa editorial y una visión política. Con los años, Jus introdujo libros de texto en primarias y secundarias y en la Escuela Libre de Derecho. Fueron influyentes sus dos colecciones populares de historia, que buscaban revisar la versión oficial del pasado, pero también estaban dispuestas “a conceder todo lo positivo” a Juárez o Calles. Jus se atrevió a retomar “los viejos caminos que España nos había dejado abiertos”, “verdaderas guías políticas, al Pacífico, a Centroamérica”. El catálogo de Jus pretendía acabar con “esa absurda posición que ha envenenado nuestra vida pública a partir de la Independencia: la de creer que toda convicción religiosa, en especial la católica, constituye una capitis diminutio”, una reducción de la cabeza. De todo eso que anhelaba su fundador, Jus logró muy poco. Pero aun ese poco nos ayuda a recordar que la oposición no nada más es contra un gobierno o un régimen. También hay que oponerse a nuestra forma de civilización, que nada más podría tener contentos a Satanás, Luzbel o Belcebú. No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia, si puedo conocerlas con detalle. Cuando son estampitas piadosas, más bien me caen gordas.
En 1812, durante el sitio de Cuautla, mientras las tropas realistas del general Calleja los bombardeaban desde afuera de la ciudad, los insurgentes al mando de José María Morelos y Pavón se distraían con travesuras. Una de éstas era montar monigotes de trapo sobre caballos flacos, a los que ataban campanillas y cascabeles, para poner en alarma al enemigo y hacerle gastar municiones en balde. También tocaban tambor de ataque porque sí, nada más para traer fintos a los sitiadores. Una de las ocurrencias de los sitiados fue, literalmente, una chiquillada que le vino a la mente a Juan Nepomuceno Almonte, hijo del cura Morelos. “El niño Nepomuceno”, como le decían de cariño, había organizado la Compañía de Emulantes, unos chamacos que, con resorteras, llegaron a apresar a un realista. Como castigo por alguna trastada que hicieron, Morelos metió en arresto a dieciocho Emulantes. Nepomuceno, que entonces tenía 9 años, se subió a la azotea de la cárcel con algunos compinches y liberó con cuerdas a cuatro prisioneritos. Aunque su papá le puso una regañiza, la diablura de su hijo debió haberle resultado simpática, pues no disolvió su Compañía. En Cuautla, el hambre apretaba. Al principio, además de maíz, los soldados de Morelos recibían frijol y algo de carne. Podían conseguir garbanzo. Sin embargo, para el segundo mes del sitio, ya sólo quedaba, aparte de maíz, un poco de piloncillo, aguardiente y, de vez en cuando, una tortita de pan. Alguno que otro calentano guardaba todavía tantita cecina. Para el tercer mes, la situación empeoró, haciéndose insoportable por el hambre, la peste y el asedio constante. No había sal ni chile. Los que tenían suerte, comían iguanas, gatos y cueros. Otros salían a buscar verdolagas, con el riesgo de ser baleados. Los habitantes de Cuautla, que ni eran todos realistas ni todos insurgentes, quedaron atrapados entre dos fuegos. A veces, pedían a los de Morelos que les dejaran salir de la ciudad y, entonces, hacían señas a los de Calleja, suplicando por señas que les permitieran recoger las hierbas, raíces y frutas que pudieran. A pesar de lo sangriento del sitio, los realistas no les disparaban y los insurgentes no les imponían castigo. Entre tanto, Morelos no perdía el ánimo. Cierto día, escribió a Calleja para pedirle que “le echara más bombitas”, porque se estaba aburriendo. Cuando los insurgentes rompieron el sitio, al huir a galope Morelos cayó con su caballo en una zanja, a resultas de lo cual se lastimó dos costillas. Aun lastimado, logró escapar hasta un lugar llamado Potrerillo. Allí, la gente acudió a ofrecerle una suculenta comida. Con el hambre que traía, Morelos se excedió y le dio diarrea. Tuvieron que llevarlo en andas hasta Huiyapan, cuyo párroco lo acogió. Tomé este mitote de la vida de Morelos que escribió Carlos Herrejón. No amo mi patria, pero amo a algunos hombres que escriben libros sobre las figuras de su historia. Tuve un sueño. En ese sueño, los habitantes de México amaban la libertad. Para ellos, el país era el conjunto de las personas que lo conforman, no un ser por encima de esas personas. Aunque se sentían orgullosos de compartir costumbres y tradiciones con sus compatriotas, no veían en el Estado un Poder superior. Para los mexicanos de mi sueño, el gobierno no es un amo para servirlo, ni un dios para adorarlo.
Las mujeres y los varones, los ancianos y los jóvenes del sueño que soñé sabían que el gobierno es un instrumento necesario para ejercer y salvaguardar la libertad. Pero también sabían que ese instrumento amenaza la libertad, pues concentra el poder en manos de unos cuantos. Para prevenir que miles limiten a millones, hay que reducir al mínimo estrictamente necesario las funciones del gobierno, que se constituye y actúa por coacción. El gobierno debe preservar la ley y el orden, hacer valer los contratos entre particulares y fomentar la libertad económica y la libre concurrencia a los mercados, pues de la iniciativa personal y la cooperación voluntaria surge la riqueza de una nación. Pero el gobierno debe acabar donde empiezan las asociaciones y comunidades de hombres libres: familias, pueblos, iglesias, negocios, empresas, sindicatos, filantropías, clubes… Los mexicanos con quienes soñé no se preguntaban qué le pueden sacar al Estado. En cambio, se preguntaban qué es lo que ellos y sus semejantes pueden lograr por sí mismos, unidos libremente de mil formas diferentes, tradicionales y modernas, naturales y artificiales. La pregunta de esos varones y mujeres, de esos ancianos y jóvenes es: “¿Cómo podemos utilizar al gobierno para beneficio común, sin permitir que se convierta en un monstruo?” Los mexicanos de mi sueño soñaban con defender su libertad para creer, para pensar, para expresarse en palabras y en obras. Soñaban con defenderla frente a cualquier enemigo, incluso el Estado. Por eso, soñé que soñaban con dispersar su poder, sabiendo que, para impedir al gobierno central convertirse en monstruo de pesadilla, es mejor que su poder esté disperso, para que la gente lo pueda vigilar. Que el gobierno tenga poder político. Pero que no tenga el poder económico ni tenga el poder intelectual y moral. No es sólo por defender su libertad es que los mexicanos de mi sueño soñaban con limitar y dispersar el gobierno. Lo hacían por conveniencia. Los logros de la humanidad se deben al genio individual, a opiniones minoritarias, a un clima social que permite la diversidad. No es por decreto gubernamental que se ensanchan las fronteras del conocimiento. Si la civilización avanza, lo hace a pesar del gobierno centralizado, no gracias a la concentración de poder en el Estado. El liberalismo es un movimiento intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Postula que la libertad de las personas es el objetivo fundamental de una sociedad. Por eso, en cuestiones económicas defiende el libre mercado dentro de un país y el libre comercio entre países. Así, los hombres pueden actuar según su esfuerzo, su talento y su suerte, vinculándose unos a otros por voluntad propia. En lo político, el liberalismo defiende la democracia representativa y las instituciones parlamentarias, pues reducen el poder del Estado. En el sueño que soñé, los mexicanos soñaban en mover la fuerza de las ideas en favor de una patria de hombres libres. Después de haber soñado, desperté… Los ciudadanos que salimos a las calles a defender al Poder Judicial de la Federación y a la Suprema Corte de la Nación seremos tanto más efectivos cuanto mejor conozcamos aquello que defendemos. Para no marchar a lo tarugo, El Mitotero presenta a sus lectores no abogados una ficha con información sobre el Poder Judicial y la Suprema Corte.
Para preservar la libertad de los mexicanos, la Constitución dispone que el poder se divida en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial, que funge como una especie de controlador sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El Poder Judicial tiene como encomienda la defensa del orden establecido por la Constitución, haciendo imposible que el Ejecutivo o el Legislativo puedan exceder los límites que les impone el derecho. De acuerdo con la Constitución, el Poder Judicial de la Federación (PJF) es el guardián del orden constitucional, el protector de los derechos fundamentales y el árbitro que dirime las controversias para quienes litigan en un proceso. El PJF está integrado por los siguientes órganos: Consejo de la Judicatura Federal, Juzgados de Distrito, Tribunales Unitarios de Circuito, Tribunales Colegiados de Circuito, Tribunal Electoral del Poder Judicial y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). A la cabeza del Poder Judicial, está la SCJN, máximo tribunal constitucional del país. La Suprema Corte tiene la encomienda de conservar el equilibrio entre los tres Poderes y los tres ámbitos de gobierno, federal, estatal y municipal. Además, resuelve sobre asuntos importantes para la sociedad que, por ser novedosos, todavía no se han desarrollado criterios para juzgarlos. Cuando se realiza una consulta popular, la Corte determina si ésta va de acuerdo con la Constitución o no. Mucho del quehacer de la Suprema Corte, tiene que ver con “juicios de amparo” que fueron conducidos por juzgados y tribunales de menor jerarquía. Sobre algunos amparos, la Suprema Corte puede ejercer el “poder de atracción”. Esta “atracción” se ejerce sobre cuestiones que sean especialmente importantes para el orden jurídico mexicano, con la finalidad de fijar criterios obligatorios para el resto de los tribunales. Además de juzgar sobre amparos, la SCJN resuelve cuando surgen conflictos por invasión de competencias entre los otros dos Poderes Federales, los Poderes de los Estados, los Órganos de Gobierno de la Ciudad de México o entre los órdenes de gobierno. La Corte también resuelve cuando hay contradicción entre la Constitución y alguna otra disposición general, por ejemplo, tratados internacionales, leyes, reglamentos o decretos. Una vez que la Suprema Corte ha dictado una resolución, el resto de los tribunales del país está obligado a interpretar las leyes conforme al criterio de la Corte. No hay autoridad superior ni recurso legal que se pueda ejercer en contra de sus resoluciones. La SCJN está compuesta por once jueces que se llaman “ministros” y duran quince años en el cargo. Cuando hay una vacante, estos ministros deben ser escogidos por mayoría absoluta del Senado, a partir de una terna presentada por el Presidente de la República. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tiene sede en la CDMX, en el edificio que Lázaro Cárdenas mandó construir en el costado sur del Palacio Nacional. Se construyó encima de lo que fue la Plaza del Volador, donde se hacían corridas de toros. No amo mi patria, pero amo a mi paisano Celedonio Caldera, propietario de un rancho de vacas en Santiago Tepextla, un lugar de Oaxaca pegado a los límites con Guerrero, como a una hora en coche de Cuajinicuilapa, ciudad de diez mil habitantes sobre la Carretera Costera. Celedonio, alto y fuerte, es de la mera Costa Chica, a donde es común que los mestizos mexicanos tengan el pelo chino y la nariz chata. La posesión más preciada de Celedonio Caldera no es sus terrenos ni sus vacas, gallinas y guajolotes, ni los cocoteros ni los mangos afuera de sus dos casas, la vieja, que es de adobe, y la nueva, que es de tabicón. Tampoco es la pick-up seminueva que se compró con el dinero que le mandaron sus hijos que trabajan en Estados Unidos. Su posesión más preciada es un guanabanito que apenas está creciendo a la mitad del patio entre las dos casas. Celedonio acaricia, acicala y apapacha a su arbolito, esperando a que le dé guanábanas. Con su esposa, Celedonio cría a las hijas de uno de sus hijos braceros. Una de estas niñas es muy inteligente. Sin haber visto en su vida un juego de memoria, le ganó tres de tres partidas a su contendiente güerito de escuela bilingüe de ciudad grande. Celedonio resultó ser malísimo para jugar memoria. En vez de concentrarse, contemplaba y admiraba a su nieta, bonita, limpia y morena, de viva inteligencia, que cultiva con medios como el mar, el manglar, una escuela pública sin biblioteca y un celular con TikTok. Durante algunos días, Celedonio me dio hospitalidad. Me atiborró de tortillas, queso fresco y del mole de pescado que preparaba su esposa. Me repletó de agua de coco. Como yo era el defeño que le encomendó un conocido en común, Celedonio se me pegó como sombra durante mi estancia. Sin duda disfrutó de la encomienda, pues mis arreglos y quehaceres de campista le daban mucha risa. En la tarde, ya con el fresco, se sentaba a curiosear mi vida complicada de viajero en cámper. “Oooh”, reía Celedonio con su risa de sonidos redondos, como burbujas de atole al hervir, mientras yo cocinaba el desayuno en una estufa portátil. Si yo fui divertido para Celedonio Caldera, él lo fue para mí. La más graciosa de las historias que me contó fue la del concurso regional de ordeña que ganó. Al contarla, Celedonio se refería a sí mismo como “el Negro”, en tercera persona. En el concurso, el Negro de antebrazos como ramas de parota y manos a prueba de calambres era el contrincante a vencer por los ganaderos de la región. Tramposos de saga nórdica, le pusieron muchachitas guapas a izquierda y derecha, para que se distrajera mirándoles las piernas y coqueteándoles con piropos de viejo rabo verde. Pero el Negro no tragó el anzuelo y el Negro ordeñó cinco cubetas en tiempo récord, porque el Negro no tiene canicas en la jupa. Por racista y sexista, la historia de Celedonio Caldera sería censurada por la Inquisición progre de la Ciudad de México. No amo mi patria, pero amo a un hombre como el Negro Celedonio, quien nunca contaría su historia llamándose a sí mismo “el Afromexicano”. Mientras fui su huésped, pude mandar a volar la corrección política, que constriñe el habla y, por tanto, el pensamiento de los urbanícolas universitarios clasemedieros, que, por moda, clasifican a los hombres según categorías que quizá tengan sentido en las anglosajonas protestantes Memphis o Montgomery, pero no en el mestizo hispánico católico Santiago Tepextla, Oaxaca, México. Si esto te parece útil e interesante, por favor hazlo circular. Más argüendes por el estilo en mauriciosanders.com. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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