No amo mi patria, pero amo ir con mi hijo en nuestra cámper a peregrinar por algunos lugares de México que me ganan el corazón. Por ejemplo, San Blas, en el estado de Nayarit, que me enamoró primero a través de mis lecturas desordenadas sobre las obras formidables del Virreinato, como la conquista de Filipinas y la exploración de las costas de Norteamérica, desde California hasta Alaska.
En el siglo XVIII, después de que se logró la singularmente difícil conquista tardía del quebrado y selvático Nayarit, San Blas tuvo algunas décadas de esplendor. Ahí brilló, con colores rojos, anaranjados y rosados, un último arrebol en el ocaso de la obra civilizatoria de la cultura de habla española. Hubo ahí astillero naval, escuela náutica y observatorio astronómico, parte de la estrategia internacional de los funcionarios ilustrados de la Corona borbónica. San Junípero Serra zarpó de San Blas para iniciar su labor en Baja California y de ahí partían los barcos que fueron el cordón umbilical de las misiones franciscanas que ahora son las ciudades portuarias de San Diego o San Francisco. De ahí partieron las expediciones organizadas por los virreyes, comandadas por navegantes como Alejandro Malaspina y Juan Francisco de la Bodega y Quadra. En las naves, iban sabios indígenas, unos que hablaban otomí o maya, otros que hablaban náhuatl o zapoteco, con la esperanza de encontrar hombres cuya lengua nativa estuviera emparentada con la suya. Esas naves reconocieron las costas de lo que hoy son Oregon y Washington y llegaron hasta Vancouver, que por un breve periodo fue posesión española, cedida a la Gran Bretaña en un tratado de paz. Aún ahora una playa llamada Spanish Banks guarda la memoria de esos hechos. Las tripulaciones de aquellas naves tenían una composición muy semejante a la demografía del México del presente. Había algunos güeros de piel blanca que se ponían colorados con el sol y relativamente pocos indígenas de sangre pura. El grueso de la tripulación, desde oficiales hasta marineros, estaba conformado por numerosos mestizos con diversos grados de europeo, indio, africano y chino, un cóctel de las Indias nacido en lo que hoy llamamos Colombia, Nicaragua, México y Perú. Los Tigres de Mompracem de las novelas de Salgari pueden dar una buena idea de esa mescolanza de tipos y razas humanos, que de ninguna manera constituía una sociedad perfecta. Marinos aptos y capaces, pero criollos y mestizos, alcanzaban apenas cargos de segundo oficial, subordinados a unos capitanes que lo eran por ser peninsulares, no por sus talentos, conocimientos, capacidades y méritos. Ahí estaba ya la cólera justa que fue una de las causas de las Independencias americanas. Hoy, al astillero naval, la escuela náutica y el observatorio astronómico ya se los comió el sol, ya se los tragó el mar, a pesar de que fueron construidos con duras maderas tropicales. No amo mi patria, porque no puedo amar el vicio de mi generación buchona: echar al olvido la grandeza ganada por nuestros antepasados como se dilapida la quincena en una parranda. No amo mi patria, pero en San Blas y sus playas, con todo y sus embotellamientos de pueblo chico, con todo y sus feas casas de tabicón gris, con todo y sus mosquitos, zancudos y jejenes, dejé tantito del corazón. No amo mi patria, pero amo San Blas con amor que me hace querer rabiar, llorar y rezar.
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Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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