La burocracia es el resultado de un gobierno que se entromete en los asuntos de la vida privada y familiar. Sin embargo, no cualquier entrometimiento gubernamental es burocrático. Para que haya burocracia, se debe constituir una casta social de pedantes que pretenden regular nuestra dieta y hábitos, supervisar nuestros estudios, calificar nuestro trabajo, dictar nuestras opiniones, dirigir nuestra vida, saber qué es mejor para nosotros y, en general, hacerse responsables en lugar nuestro de lavarnos los dientes y ponernos la piyama. La burocracia, casta separada del resto de la sociedad, se gana la vida al inventarse tareas, para así tener derecho a mejor sueldo y pretexto para incrementar su número. La burocracia es la excrecencia natural que se produce al surgir una masa de empleados que fueron a la universidad, donde la mayoría de las materias, aunque difíciles de pasar, carecen de valor por sí mismas, pues no son sino elaborados ejercicios mentales que no producen sino tablas de Excel y presentaciones de PowerPoint. Constituida por universitarios, la casta burocrática cuenta con conocimientos científicos y filosóficos apenas suficientes como para erigirse en crítica de vidas ajenas. Receta panaceas para nuestra humanidad doliente y se siente autorizada a forzarnos a tragar su medicina. Vive en la íntima convicción de que sus medidas mejoran las actividades humanas o, cuando menos, sus porciones más importantes. En consecuencia, cualquier postura que se aparte de sus programas será superflua y, si las contradice, será perjudicial, por lo que se le debe eliminar lo antes posible, para así dejar campo libre a la influencia benéfica de los benévolos burócratas. La burocracia cunde sobre la faz de la tierra. Según datos de la OCDE, el país con más burócratas es Noruega, donde un tercio de la PEA está a sueldo de gobierno. Detrás vienen Suecia y Francia, con 25% más o menos. A pesar de las apariencias, en México la burocracia todavía no invade el cuerpo social: entre los países con más burócratas en términos porcentuales, este país no se encuentra entre los primeros diez y está por debajo de Canadá y Estados Unidos. No obstante, el Estado mexicano es el empleador más importante del país. El número de burócratas que trabaja directamente para alguno de los tres Poderes de la Unión comprende un ejército de varios millones de individuos. Si se considera que burócrata es todo aquel que trabaja para la administración pública a cualquiera de sus tres niveles, municipal, estatal o federal, o para los organismos públicos descentralizados, entonces el número debe andar por diez millones de personas cuyo salario se paga con impuestos. En consecuencia, el número de burócratas en México representa como una sexta parte de los trabajadores del país, la cual, según el INEGI, anda por los 60 millones. En contraste, Femsa, el mayor empleador privado, tiene apenas unos 300 mil empleados. Las diez empresas privadas con mayor volumen de ventas suman alrededor de un millón y medio. La burocracia echa montón. Los millones de burócratas, aun sin sumar a la familia que come de su sueldo, pueden hacer ganar a cualquier candidata. En términos de votos, cultivar la burocracia es un negocio redondo. ¿Alguien cree que Gálvez o Sheinbaum va a proponer una reducción al número de burócratas? ¿Bajarles el sueldo? ¿Reducir sus prestaciones? ¿Disminuir su influjo? Habrá de bastarnos con que la ganadora no pretenda multiplicarlos. Así también es la democracia.
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¿Qué hacer para enterarse de política sin volverse loco? Uno quiere estar actualizado, pero es imposible seguir todos los periódicos y todos los noticiarios por radio y televisión, que comunican pocas noticias en realidad, pero las engordan con glosa y comentario. Día a día, hora por hora, minuto a minuto, cambian las circunstancias. Que si ésta declaró tal. Señal de ésa. Guiño de aquélla. Para colmo, está el atolondramiento provocado por los chats: audio, texto y video, audio, texto y video que te entran por ojos y oídos, sin que el cerebro tenga oportunidad de separar el grano de la paja. Muchos emiten pero nadie resume y sintetiza. Ante la avalancha de información, es natural enloquecer.
Supuestamente, este modus operandi sirve para que contemos con elementos para la acción. Pero lo que acaba sobreviniendo es una parálisis de la voluntad, cuya causa está en las tormentas emocionales que nos sacuden: nos inquieta un rumor, nos enoja un chisme, nos entristece un enredo. Buscando cierto equilibrio, la más mínima murmuración detona un entusiasmo desmedido, que momentáneamente disipa la inquietud, el enojo o la tristeza. Sin embargo, consume tanta glucosa que, después, nos sentimos agotados. Sobreviene el malhumor y, si estabas atorado en el tráfico, mientas madres con el claxon, de manera que echas a perder tus intenciones de hacer de tu esquinita de mundo un lugar mejor para vivir. Así pues, pretender estar enterado de política acaba siendo un hábito tan sano como emborracharse con pitufos. ¿Y si estar actualizado en temas de política se tratara de otra cosa? ¿Si fuera algo como lo que contaré a continuación? A lo mejor uno amanece el jueves con ganas de estar enterado de cuestiones políticas cruciales. Va al librero. “¿Qué se me antoja?”, se pregunta. “¿Macbeth o Fuenteovejuna?” Habiendo escogido a Shakespeare o a Lope de Vega como interlocutor, uno sale a la calle. Al pasar por la iglesia, se mete a santiguarse, pero entra justo a la mitad de la lectura del Evangelio, tomada del de San Lucas: “¡Ay de ustedes los ricos!” Uno oye las palabras, sin que aparentemente hagan mella. Mientras uno sigue su camino, se pregunta: “¿Cómo es que, en la misma manzana, hay tres predios colindantes cuyas puertas abren sobre sendas calles, y uno es la iglesia, otro un convento y otro un albergue para niñas centroamericanas que cuidan unas monjas de hábito azul marino?” Como uno anda atento a sí mismo, se da cuenta de que acaba de hacerse una pregunta política compuesta. Uno anda de buenas. “Buenos días, señora Tams.” La señora Tams todavía sale a barrer su banqueta, pero ahora la acompaña una enfermera. Uno toma nota mental: “Mi vecina anciana es maestra de constancia en la adversidad inevitable”. Al llegar al mercado, uno advierte un letrero que convoca a asamblea de locatarios. Toma otra nota y compra las papas que le hacían falta. De vuelta a la casa, advierte un restorán que habían puesto muy bonito, pero, antes de ser inaugurado, amaneció con un sello que dice: “Clausurado por violar la ley.” Uno pasa la tarde ocupado en quehaceres que no son política y, ya en la noche, se pone a ver una película sobre la reunión de Chamberlain y Hitler en Munich. ¿Y si enterarse de asuntos políticos no se trata de atiborrarse la mente y desgastarse los nervios? La política está en nuestra naturaleza. No se trata de violentarla, sino de darle una ayudadita. A fin de cuentas, con ser naturales, estaremos siendo políticos. Por ahora, lo único con que contamos los simpatizantes de Xóchitl Gálvez es una retadora con posibilidades de ganar. Por ventaja holgada, las encuestas favorecen a Claudia Sheinbaum sobre Xóchitl. La tarea es descomunal y el oponente, colosal. Morena tiene estructura sólida en las casi 70 mil secciones electorales del país, mientras que, en muchas, nada más la tiene alguno de los partidos del FAM. Los ciudadanos, dispersos en miles de asociaciones, hacemos mucho ruido, pero damos pocas nueces. Aun así, podemos ganar. Claro que podemos. Pero también podemos perder. Debemos estar preparados.
Para prepararnos, podría ser útil tener a la mano una lista de perdedores. Primero que avenirse a participar de una injusticia por parte del gobierno de Estados Unidos, Henry David Thoreau perdió y, por perder, fue a dar a prisión. En Sudáfrica, Nelson Mandela perdió, antes de ver derrumbarse el apartheid. Antes de que se desmoronara el régimen comunista, perdieron Lech Walesa en Polonia y Vaclav Havel en Checoslovaquia. El Dalai Lama ha perdido contra la aplanadora China. En San Luis Potosí, perdió y perdió Salvador Nava. Efraín González Luna muchos años y muchas veces perdió. Antes de llegar a convertirse en el Mahatma, el Alma Grande, Mohandas Gandhi perdió. Si los simpatizantes de la oposición llegamos a perder, ¿qué perderíamos? ¿Qué se juega de verdad en la elección de 2024? ¿La suerte del país? ¿La de tu familia? ¿Está en juego tu destino personal? Un filósofo estoico o un monje budista te dirían que no, por lo menos en sentido trascendente. Pero para sacar provecho de esto que se nos viene encima, conviene considerar que se juega muchísimo más de lo que somos capaces de imaginar. En 2024 se jugarán el crecimiento del PIB, el ingreso per cápita, la inversión extranjera directa, la productividad y la competitividad. Se jugarán las tasas de inflación, interés y desempleo. Se trata de cuestiones importantes, pero no la más importante. Estarán en juego el bienestar y la seguridad, que son importantes, pero no lo más importante. Se jugará la calidad de los servicios públicos, pero quizá escuelas y hospitales no sean lo más importante que estará en juego. Lo más importante que se jugará es la raíz, la fuente y el origen de esos bienes y todos los demás. A la raíz, la fuente y el origen fueron los perdedores. Por ellos, podemos recordar que, si bien los asuntos públicos y el cuerpo social están relacionados con estimaciones y proyecciones, con índices y coeficientes, con presupuestos y legislación, no brotan, no manan y no nacen de ahí. Los bienes que nos darán paz, tranquilidad y satisfacción brotan, nacen y manan de algún lugar del corazón humano. Desde ese lugar habló aquella anciana que, habiendo perdido por la segregación racial en los autobuses de Alabama, caminó y caminó, en solidaridad con el boicot al que convocó Martin Luther King tras el arresto de Rosa Parks. Muy cansada de caminar, la anciana tuvo la fuerza para decir al chofer de autobús que la invitó a abordar: “No, gracias. Los pies me duelen, pero mi alma descansa.” Así diciendo, la anciana ganó, porque hay juegos en que, quien gana el mundo, lo pierde todo, pero el que lo pierde gana al final. La democracia es un juego así. Los que votaremos por la oposición deseamos el triunfo electoral. Pero si también, como Mandela o Gandhi, anhelamos la victoria moral, seremos invencibles, aunque nos puedan derrotar. Por doquier se oye que la clave de la elección de 2024 estará en los jóvenes y que las candidatas tratarán de atraerlos. No me hago ilusiones en cuanto a la manera en que querrán atraerlos. Para hacer claro mi argumento, exageraré. Supón que aparece un mercadólogo maquiavélico, sin conciencia ni vergüenza, y que la más descarada de las candidatas lo contrata. El mercadólogo sale en redes sociales con un cuento como el que la Zorra le echó a Pinocho:
“Te voy a dar una lanita mensual, bastante más que el mugre domingo que te da tu papá. Luego, si quieres más, te inscribes en una escuela, pero no te preocupes, no tienes que estudiar. Cuando te demos tu diploma, vas a tener chamba segura, haciendo unos crucigramas de pocasú. A los 55, te jubilas con el último sueldo que cobrabas.” Si, allá por febrero, el mercadólogo ve que su candidata no levanta, puede endulzar la oferta: “De pilón, te doy celular con internet de banda ancha gratis, para que veas videos a gusto. También voy a pasar una ley para que, si tus papás te dan mucha lata, te puedas salir de tu casa e irte a vivir a unos hostales que voy a poner, con gimnasios de caché.” Si para marzo la candidata no despega, el mercadólogo pone más carnada sobre la mesa: “En los hostales, habrá anticonceptivos gratis y coolers en los refris de cada cuarto.” Con dos o tres lleguecitos más que le demos a la ética y la moral, semejante oferta corruptora de menores no es inimaginable. Quitándole lo exagerado, publicistas y propagandistas con escrúpulos burgueses a lo mejor ya usan algunas de sus partes, disfrazadas. No me hago ilusiones, pero sí estoy dispuesto a dejarme sorprender. Quizá alguna de las candidatas intente atraer a los jóvenes votantes tratándolos como a seres humanos con aspiraciones de infinito, que intuyen el pleno vigor de sus fuerzas físicas, mentales y espirituales, a la vez que experimentan el terror espantoso de no saber qué hacer con ellas. Quizá les ofrezcan algo así: “Conmigo habrá escuela gratis, pero nada de flojear. Además de pasar con buenas calificaciones, tendrás que tener una rutina de ejercicio, de preferencia un deporte de equipo, para que aprendas a colaborar. Tienes que practicar arte. O pintas o te metes al coro o la orquesta o al grupo de teatro. También tienes que aprender alguna forma de práctica espiritual, la que tú quieras, yoga, programa de Doce Pasos o las dos. Mi trabajo es apoyar a tus papás. Lo que ellos digan, eso se hace. En tu casa, yo no me meto.” Al hacer su oferta, cualquiera de las dos candidatas podría ponerse a sí misma como ejemplo. Una podría decir: “Veme a mí. Yo, además de ir a la escuela, bailaba ballet. Hacer puntas me enseñó a disciplinarme. Luego, fui a la Facultad de Ciencias, cuando no era enchílame esta gorda.” La otra podía decir: “Veme. Además de ir a la secu, vendía gelatinas y luego me puse a chambear, para poder estudiar robótica. Yo le chingué. Eso me trajo aquí.” Quizá alguna candidata se fusile las líneas de Winston Churchill: “Joven mexicano, no te ofrezco más que sangre, afanes, sudor y lágrimas.” No me hago ilusiones, pero estoy dispuesto a dejarme sorprender. Quizá haya mexicanos entre 18 y 22 años que no quieren prestaciones, sino un poema que los inspire a vivir. Quieren que se les trate, no como a pedinches poquiteros, sino como a héroes del Señor de los Anillos. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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