Hay mexicanos que son el mal aliento de México, pero también los hay como san José Sánchez del Río, un perfume que emana la patria. San Joselito nació el 28 de marzo de 1913 en Sahuayo, Michoacán. A Joselito se le representa con redondeces y suavidades del final de la niñez, aunque ya le crece el bozo sobre el labio. Viste jeans y camisa blanca. En las plantas de los pies tiene cortadas. En la mano, lleva la palma del martirio.
La imagen de san José Sánchez del Río representa un grado sobrehumano de crueldad inhumana. Sin embargo, a su alrededor se desborda la ternura. A la imagen de Joselito le llevan chicles, dulces, carritos, trompos, peluches y muñecas. En el órgano de tubos de plata del corazón del pueblo, el niño mártir toca acordes muy tristes y muy dulces. San Joselito recibió el martirio en la Cristiada. Era un niño sano y despierto, con sus brazos y piernas para nadar y montar; con memoria, inteligencia y voluntad para entender y conocer e irse adentrando en el misterio del ser, cuyo idioma es la religión. Como a cualquier niño sano, le atraían los perros, los gallos, los caballos, el monte y le atraían la justicia y la paz, no como ideas abstractas, sino como realidades cotidianas. La leyenda piadosa dice que todos los días iba a la misa subterránea que celebraban los sacerdotes perseguidos. Joselito admiraba a los cristeros, hombres como su papá y sus tíos, sus hermanos y primos, sus vecinos y amigos. Los cristeros eran los hombres en quienes depositó su afecto natural. Joselito creció escuchando historias de la Revolución y dejaba de ser niño cuando estalló la Cristiada. Sus héroes eran ciudadanos en armas y sus antagonistas eran soldados del gobierno. Cabe imaginar que no jugaba a indios y vaqueros, sino a cristeros y federales. La leyenda dice que este niño quiso convencer a su madre de que lo dejara irse con los cristeros diciendo: “Pero, mamita, nunca ha sido más fácil como ahora entrar al cielo”. Su mamá no le dio permiso, porque ni el rifle podía cargar. Niño sano, era perseverante. Sano, era travieso. Le cabía cierto margen para desobedecer a mamá. Así pues, se escapó desde Sahuayo hasta Cotija, para que el general del lugar lo dejara ser soldado. Al general le hizo gracia el chamaquito y lo nombró corneta y portaestandarte de la brigada. A caballo, Joselito entraba en batalla, pero no portaba armas. En una escaramuza, al general le mataron la cabalgadura. Entonces Joselito le dio su animal al general para que pudiera escapar. A Joselito lo tomaron preso. Dice la leyenda que, en prisión, cantaba himnos y repetía avemarías. En la leyenda, escribió una carta a su madre, en la cual decía que estaba listo para dar su vida por Dios. En ese momento, se soltó el diablo. Los soldados le rajaron las plantas de los pies a Joselito y lo hicieron caminar sobre piedras, mientras le picaban con cuchillos en las piernas y la espalda. En la leyenda, el niño gritaba: “¡Viva Cristo rey!”. Los soldados lo llevaron al panteón para ejecutarlo. Le decían que se podía salvar si abjuraba. Como no abjuró, lo pusieron de rodillas. Joselito dijo a sus verdugos que los perdonaba porque, como él, eran cristianos. Les pidió nada más que se enmendaran. Alguien le metió un balazo en el cráneo. Con la simetría de las leyendas, donde el subconsciente cierra circuito con lo sobrenatural, Joselito mojó su dedo en sangre y dibujó sobre la tierra del panteón una cruz. A esa cruz también huele mi patria.
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La Cristiada, también conocida como la Guerra Cristera, fue una guerra civil con visos de guerra santa. Fue un episodio de la historia mexicana tan traumático que el inconsciente colectivo lo enterró muy abajo del subsuelo. De ahí lo rescató Jean Meyer, un francés de ojos azules y complexión menuda que vino a sacarnos los trapitos al sol, con tanto amor por esta tierra que acabó por hacerse uno de nosotros.
Quizá no sabríamos nada acerca de la Cristiada si Jean Meyer (1942) no hubiera venido a México desde Francia. Historiador hecho en México, Meyer no se conformó con hacer carrera oficial como mexicanista mexicanizado. Casi por accidente, se quedó aquí para desbaratar prejuicios acerca de la relación entre religión y sociedad. Jean Meyer sirvió como instrumento de la verdad con su libro La Cristiada, obra en tres volúmenes que cuenta la historia de la guerra civil que, durante cuatro décadas, estuvo sepultada en los sótanos y covachas del ejército, el gobierno y la Iglesia. Meyer abrió la puerta para estudiar los acontecimientos de esa guerra y, de esa manera, comenzar a sanar heridas de la nación causadas por el divorcio entre las leyes sagradas y las leyes civiles. La Cristiada, que ayuda a esclarecer la índole de la lucha entre cristianismo y Estado moderno, es un libro que deja hablar a la gente. Ante la imposibilidad de consultar archivos oficiales, pues las grandes instituciones nacionales hubieran preferido sepultar la cuestión en el olvido, para documentarse Meyer recurrió a la memoria de los mínimos. Para escribir su historia, Meyer repartió seiscientos cuestionarios entre arrendatarios, rancheros, peones y vaqueros del Bajío y Michoacán y escuchó la voz de los veteranos de una guerra en la que murieron noventa mil combatientes, a quienes los poderosos de la tierra querían hacer callar. Ya con sólo disponerse a escuchar a los vencidos y traicionados, Meyer hizo una obra de caridad que consoló a muchos tristes. Amparado bajo el vigor de la evidencia, La Cristiada es un libro que desbarata las mentiras de las versiones oficiales del gobierno mexicano y sus satélites universitarios, que presentaban a esa guerra intestina como un complot fraguado por los latifundistas millonarios que, para impedir la reforma agraria, se sirvieron de los campesinos católicos, como si estos fueran estúpidas marionetas. En su libro, Meyer arremete contra otras mentiras generalizadas sobre la superficie del globo terráqueo. Por ejemplo, que la religión es un cretinismo psicológico contra el cual nos puede vacunar la educación científica y que será erradicado con los progresos del capitalismo industrial y el ascenso del Estado moderno. A partir de las narraciones y relatos que Meyer escuchó y registró, en La Cristiada surge el retrato de una nación mexicana construida por comunidades de campesinos creyentes que, para las élites urbanas ilustradas, no eran sino seres pasivos y atrasados. Sin embargo, en las expresiones de piedad de estos seres, ridículas a los ojos de urbanitas y gobernícolas, se concentran el judaísmo antiguo, el helenismo mediterráneo, la civitas romana y las culturas de España y los pueblos mesoamericanos, en abrazo fecundo, violento y apasionado. Estos campesinos estuvieron dispuestos a pelear por conservar sus templos y sacramentos y a morir por defender su herencia intelectual y espiritual. Son los patriotas que se han atrevido a decirle al Estado mexicano moderno: “Ni un paso adelante más. Aquí empieza lo mío. Tú te quedas en tu lugar.” Antes de que el 5 de febrero fuera el Día de la Constitución, era la fiesta de san Felipe de Jesús, quien nació en la Ciudad de México, en lo que entonces se conocía como Las Indias. Al negarse san Felipe a hacer carrera en el comercio, el padre le hizo aprendiz de platero, para que hiciera algo de provecho, pues Felipe era uno de esos jóvenes a quienes se puede aplicar el dicho: “padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero”.
Cuando Felipe se aburrió de la plata, le dio por ingresar como carmelita descalzo en Puebla. Aunque no sentía vocación, tenía el sentimiento de los dieciocho a los veinticinco: saber que estás perdiendo el tiempo sin saber ni qué hacer contigo mismo, pero con ganas de encontrar un destino, de perdida el que un hermano mayor preparó para ti. Dos de los hermanos de san Felipe de Jesús eran frailes y de fraile Felipe quiso fabricarse una vida, pero también la dejó a medias. Entonces los padres de Felipe hicieron lo peor que pudieron haber hecho: malcriar a su hijo y consentirle sus caprichos. En lo que se encontraba a sí mismo, lo mandaron a Filipinas para que pusiera una tienda. Al llegar, Felipe se parrandeó el negocio en ropa, mujeres y fiestas. Cuando acabó la pachanga y Felipe amaneció bien crudo, algo cambió en su alma, algo que en un hombre normal se hubiera manifestado como buscarse una muchacha decente, formar una familia y sentar cabeza atrás de un mostrador. Pero estamos hablando de un santo. Por tanto, en vez de amansarse, san Felipe de Jesús entró en el noviciado de los franciscanos y no sólo dejó la fortuna de sus padres, sino que dejó hasta el apellido. Como novicio en el convento, Felipe pidió ser enfermero, el trabajo más pesado y menos reconocido. En la enfermería lo encontró el padre prior cuando fue a notificarle que tenía que embarcarse de regreso a la Nueva España en el primer galeón. Al galeón de san Felipe de Jesús le fue bastante mal. Ya demasiado lejos de Filipinas para volver atrás, lo azotó una tormenta que le hizo perder el timón. El barco quedó a la deriva y las corrientes lo llevaron hasta Japón, a donde los extranjeros tenían prohibida la entrada en ese tiempo. Felipe fue a ver al emperador, para solicitarle que pusiera en libertad a los pasajeros y tripulantes del galeón desafortunado. Hizo el viaje a pie, sin llevar mochila ni dinero. Por supuesto, a los dos días tenía ampollas, frío, hambre y sueño. Cuando llegó a la corte, iba en cueros y molido a palos. Para acabarla de amolar, la embajada no tuvo éxito. A Felipe lo apresaron y los carceleros ejecutaron sobre él la condena que mandaba cortar a los malhechores el lóbulo de la oreja izquierda y desgarrarles la nariz. Después, Felipe fue conducido desde Kioto hasta Nagasaki en un viaje que duró treinta días por tierras “destempladas y frigidísimas”, unas veces a pie y otras en carros. Un heraldo iba por delante, proclamando la sentencia de muerte de Felipe y sus compañeros. Al llegar a la cruz donde fue colgado el 5 de febrero de 1597, Felipe se postró y la veneró. Tenía veinticinco años. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, Jesús, Jesús”. Antes del 5 de febrero de 1917, en la fiesta de san Felipe de Jesús los mexicanos celebraban un modelo de mexicanidad consagrado en la constitución no escrita de la patria. Ahora, en esa fecha conmemoran el derecho positivo mexicano. Hubiera estado padre que ambos tuvieran su día. Ahora que casi tenemos Presidenta Electa, es momento para una pizca de sabiduría y un puño de compasión. Si le tuviera confianza, le diría:
―Ya que tienes lo que tanto querías, piensa que en la vida hay nada más dos desgracias. Una es no conseguir lo que quieres. La otra, conseguirlo. Mírate al espejo. Mira tus ojeras y tus arrugas. ¿Se te ha estado cayendo el pelo últimamente? En seis años a lo mejor ya estás pelona de puro estrés. Acabas de conseguir el trabajo más ingrato del mundo. En seis años, nadie te va a agradecer tu esfuerzo. En cuatro sexenios, pocos recordarán que fuiste presidenta. No hay carrera política que termine con éxito. Recuerda las últimas palabras de ese emperador romano, antes de que un esclavo fiel le hiciera el favor de asesinarlo, para que la turba no lo despedazara vivo: “Yo lo era todo, pero de nada sirvió.” Aprende de los papas. Pide que pongan donde lo puedas ver el ataúd en el que un día yacerás. Le diría: “Descansa. Tu trabajo requiere que pienses claro. Acabarás haciendo mucho mal si siempre estás agotada y exhausta. Búscate una hora al día para hacer ejercicio. Cansa tu cuerpo para refrescar tu mente y tu alma. Saca treinta minutos para enterarte de cosas que no sean la síntesis informativa. Como mexicano de hoy, te pido que busques leer cosas de ayer y de antier, escritas en otros países en lenguas que no sean español. No te encierres en la actualidad. Llénate de universo. Agárrate un pasatiempo. Algo que hagas con las manos, carpintería, encuadernación, costura, cocina, tocar el chelo o pintar acuarelas, cría conejos o gallinas, lo que sea, pero haz algo que te haga salir fuera de ti.” Diría: “Ora y medita de perdida quince minutos al día. Busca el contacto consciente con el Dios de tu entendimiento y pídele la capacidad para reconocer su voluntad y las fuerzas para cumplirla. Pero no andes diciendo que eres una persona espiritual. Enciérrate en tu cuarto, cállate la boca y ten vergüenza. Más que nunca, córrele a los estimulantes y los sedantes como si fueran el diablo. Pero no seas puritana. A lo mejor te harán falta unos tequilas. Ojalá sepas encontrar ocasión para tomártelos sin hacer ridículos ni causar desgracias. En medio de la adulación que te espera, te hará falta un amigo que te ayude a ver tus pendejadas y chingaderas, sin hacerte sentir un guiñapo. Va a estar en chino que lo tengas.” También diría: “Ya que vas a tener poder, úsalo. Por ejemplo, para hacer travesuras una vez al mes, tan siquiera. Que un helicóptero te saque de donde vivas y te lleve lejos, a donde te esté esperando un coche normalito. En ese coche, en traje de incógnito y acompañada nomás por una coronel de tu escolta, vete a meter a un tianguis, mercado o feria, como si anduvieras de paseo con una amiga. Date tus buenos baños de pueblo. Cómete una pancita o una jicaleta. Vete a las canchas de futbol y beisbol. Métete a las plazas donde la gente baila salsa y danzón. Te hará bien que te den un baile. Por razones de seguridad, vas a quedar aislada dentro de una bóveda de acero en una torre de marfil. Pero quizá a todos convenga que, a veces, desobedezcas a tus guardaespaldas. Si quieres que quienes te eligieron confíen en ti, chance y no quede más remedio que confiar tú en ellos.” Ahora que casi tenemos Presidenta Electa, es momento de decirle a una hermana: “No estás sola. Dios nos bendice.” |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
July 2024
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