México excreta abundante inmundicia en figura humana. Sin embargo, secreta aún más héroes, genios y santos. Uno de ellos es san Rafael Guízar y Valencia, michoacano que nació en 1878. Desde niño, san Rafael aprendió a tocar el piano, el acordeón, la mandolina, la guitarra y el violín.
Rafael entró al seminario en 1894, pero no para ser sacerdote, sino para aprender las matemáticas y la física que necesitaba para dedicarse a su pasión: los trabajos del campo. Le gustaba ensuciarse de blanco con el sudor y de negro con tierra hasta la puesta del sol y, desde esa hora hasta la hora de dormir, le gustaba cantar. Era la persecución religiosa en México y un jefe político puso una banda de música afuera de la catedral donde Rafael impartía los sacramentos. “¿Con que a canciones me disputan a los fieles? A canciones me los voy a ganar”, dijo Rafael, quien sacó una silla y a la puerta de la catedral se puso a tocar el acordeón sacando su repertorio de lujo. Entre pieza y pieza, bautizaba y confesaba. A los cuarenta y un años, san Rafael Guízar y Valencia se convirtió en obispo de Veracruz. Lo primero que encontró al llegar a su diócesis fue un terremoto, que afectó gravemente una extensa región. Los pueblos habían sido borrados de la faz de la tierra, los ríos estaban fuera de madre, la gente no tenía casa ni alimento y no era posible precisar el número de heridos y muertos. San Rafael Guízar se quitó su anillo, su cruz pectoral y se sacó los quinientos pesos que traía en la cartera. “¿Quién le entra?”, preguntó con su modo de hablar tan ranchero. Juntó veinte mil pesos y pasó los siguientes dos años a pie y a caballo, visitando a los damnificados. Cuando san Rafael tuvo que salir exiliado de México, un médico quiso conversar de metafísica y preguntó: “Dígame, Eminencia, ¿cuál es su filosofía de la religión?” “Luego platicamos, doctor, porque ahorita mismo me falta tiempo para atender a los enfermos”, contestó san Rafael. Cuando vivió en Azcapotzalco, Rafael preparaba paquetes de frijol, arroz, azúcar y café. Acompañado de un muchacho, buscaba un taxi y regateaba para tomarlo por día. “¿A dónde lo llevo?”, preguntaba el taxista. A Rafael le daba igual. Le decía al taxista que se parara dónde se le pegara la gana, mientras fuera una casa donde viviera gente. El taxi se estacionaba frente a una casa. Rafael tomaba uno de los paquetes que había preparado y le decía al muchacho que lo acompañaba: “Mira, bájate y tocas a la puerta. A quien te abra, le entregas el paquete y le dices que ahí le manda Dios nuestro Señor.” A veces abría un niño a quien su mamá le había enseñado a no recibir nada de extraños. El niño gritaba: “Mamá, mamá, que aquí te habla en la puerta Dios nuestro Señor”. Durante la última enfermedad del obispo Rafael, el arzobispo de México llevó a un eminente médico mexicano a revisar el corazón de Rafael. Al ver la humilde casa de ladrillos, el cuarto oscuro, la vieja cama de tablas, el médico comentó: “¿En esta pobreza vive un príncipe de la Iglesia?” El 6 de junio de 1938, cuando san Rafael Guízar y Valencia murió, el pueblo aclamó su santidad como en los tiempos del cristianismo primitivo. Durante el traslado del cadáver de México a Veracruz, los fieles esperaban desde temprano a la orilla de la carretera, los niños vestidos de blanco con cirios y flores en las manos.
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Al recorrer ciertas calles de México, se me figura que deambulo por un escenario vacío, donde resuenan los débiles ecos de los estruendos fragorosos que hicieron trágicas vidas humanas que, para nosotros, ya no significan nada. Por ejemplo, eso me pasa cada vez que paso por una calle Matamoros. Hay miles de calles que llevan el nombre de don Mariano Matamoros. ¿Pero alguien sabe por qué?
“Pues fue un Héroe de la Independencia”, me dirán muchísimos. “Sus restos reposan en el Ángel”, me dirá alguno. Pero yo me quedo igual. A mis oídos, “Héroe de la Independencia” es un cliché. Yo quisiera saber qué significa. Quisiera leer un poema épico de un verso, cada vez que leo la placa de una calle que se llama Matamoros. Al igual que Hidalgo y Morelos, Matamoros fue cura. Nacido en la Ciudad de México, su familia clasemediera destinó sus ahorros a financiar la carrera eclesiástica de su hijo Mariano. Pero sucedió que a Mariano, en vez de nombrarlo responsable de una parroquia comodona en un barrio popof, lo mandaban a puestos de segunda en pueblos bicicleteros ubicados allá donde el aire da vuelta. ¿Por qué? ¿Porque era un mal presbítero y sus superiores lo sabían? Estando Matamoros como encargado provisional en Jantetelco, el puesto más importante que llegó a ocupar, Hidalgo dio su grito en Dolores, Morelos lo secundó y Venegas, Calleja e Iturbide se lanzaron a detenerlos. En el sangriento desgarriate que se armó, un acusador anónimo pasó el chisme de que el cura de Jantetelco simpatizaba con la insurgencia. Matamoros ha de haber tenido cola que le pisaran, pues escapó de su parroquia y se unió a Morelos. ¿Por qué? ¿Porque tenía unas deudas vencidas? ¿O porque lo enamoró una agenda política? En pocos meses, Matamoros se destacó como feroz y organizado comandante nato. Como sabía leer y escribir, Morelos lo nombró su lugarteniente, por encima del analfabeta Hermenegildo Galeana, que también tiene sus calles con sus placas que ya no nos dicen nada. Los triunfos de Matamoros duraron menos de año y medio. En una de esas balaceras sin ton ni son de que están llenas la Independencia y la Revolución, los realistas lo capturaron. Con la captura, Matamoros se convierte en un personaje digno de un Rodolfo Usigli o un Jorge Ibargüengoitia. A Matamoros lo excomulgaron. Algo debió pasar en su corazón, que la pena eclesiástica le causó angustias infinitas, incomprensibles para estos tiempos incrédulos. Antes de que lo fusilaran, pidió perdón por haberse metido de insurgente, en una carta sentidísima que debía hacerse pública y servir como advertencia a los habitantes del Bajío. A resultas de la carta, el obispo Abad y Queipo devolvió al cura Matamoros el derecho de confesarse y comulgar antes de ser ejecutado. Algo semejante hicieron Hidalgo y Morelos. El Usigli o Ibargüengoitia que escribiera la obra de teatro sobre Matamoros tendría que resaltar que luchaba bajo una bandera rojinegra que tenía bordada la divisa: “Inmunidad eclesiástica”. ¿Por qué? ¿Por qué usaba esos colores tan violentos en su bandera? ¿Por qué pelear bajo esa divisa? ¿Es que lo más caro para el corazón de este Héroe de la Independencia eran unos privilegios inveterados de la Iglesia y no la existencia de un ente jurídico que acabaría por llamarse Estados Unidos Mexicanos? Al recorrer las calles de mi país, quisiera que, para mí y mis paisanos, el nombre “Matamoros” tuviera más significado. Quisiera que, cuando fuéramos a comprar tortillas o tornillos, nos preguntáramos como niños: “¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?” Quisiera que los mexicanos no nos contentáramos con clichés. No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia con amor que me hacer querer llorar, rabiar y rezar. Amo, por ejemplo, a san David Uribe, natural de Buenavista, al norte del estado de Guerrero.
La primera noticia que se tiene de san David es cuando, de seminarista, aparece en un rodeo, montado sobre un novillo. Viaja a Tabasco, donde se encuentra con la catedral tomada por las tropas del gobierno, decenas de botellas de licor sobre la mesa del altar y un caballo revestido con casulla y mitra. Escapa a Coatzacoalcos pero su barco naufraga. Una sirvienta lo salva de ser entregado a la policía. Ya de regreso en su tierra, con unos zapatistas que estaban a punto de ejecutarlo, sostuvo este diálogo: “¿Y qué, padre? ¿Qué no ve que lo vamos a fusilar? ¿No tiene miedo?”, preguntó un sargento de dientes podridos. “¿Miedo? No. Yo siempre viajo con armas”, contesta el sacerdote de Guerrero, donde calentanos y costeños de la Costa Grande y de la Chica van armados a los bailes porque el arma es parte del traje de un hombre, como las botas de cocodrilo y el sombrero de piel de avestruz. Pero san David Uribe no traía pistola, sino que se sacó del cinto un crucifijo de metal. “¿Y qué, no me van a dar de comer, pues?”, dijo san David después de enseñar sus fierros. Uno de los soldados le dio dos tacos de frijoles y le estrechó la mano. Preso en la cárcel que antes fue la parroquia de la Asunción en Chilpancingo, un coronel permite que san David Uribe confiese a los prisioneros. Cuando san David termina, le pide que revele lo dicho en la confesión. David contesta: “Jamás.” “Pues mire que lo fusilo.” “¡Aray! Pues fusíleme pues y ya.” En la hirviente ciudad de Iguala, David Uribe predicaba en la plaza: “¡Ay, Iguala! Cúbrete la cabeza con ceniza y el cuerpo con cilicio, y emborráchate, pero no de vino, sino de lágrimas. Conviértete, Iguala.” Al rato, un general lo mandó arrestar porque estaba prohibido usar traje de clérigo en público. San David se vistió la sotana en abierto desafío a la ley. Con sotana caminó por las calles de la ciudad hirviente, y con sotana se metió por la puerta del cuartel. “Me dijeron por ai que usted manda que me arresten. Vengo a que me arreste, pero usted. Debajo de esta sotana también hay pantalones, general”, le dijo san David al hombre que lo mandó arrestar. El general se arrugó y san David salió caminando del cuartel. Pero todavía pendía la orden de arresto sobre David. Le ofrecieron un coche para que se escapara. El santo respondió que no podía huir como un cobarde. Cuando lo arrestaron, se llevaron a san David Uribe en tren a la cárcel de Cuernavaca, donde se entretuvo rayando en la pared: “¡Viva Cristo Rey!” Ya para fusilarlo, san David separó el reloj de bolsillo de la cadena y repartió ambas posesiones entre los soldados del pelotón. Les dijo: “Denme un segundo, por favorcito, que ahora voy a rezar yo.” San David Uribe se hincó en el suelo y algunos de los soldados se hincaron también. Uno de los pelones que no se hincó se acercó a san David y le soltó un tiro por la espalda. Al sur de México, en el arrugado estado de Guerrero, san David Uribe recibió el martirio. Si existiera, amaría entrañablemente su corrido. Si esto te parece útil e interesante, por favor hazlo circular. En el centro geográfico de México se encuentra un monumento a Cristo Rey, consagrado en 1925 sobre el Cerro del Cubilete, en el estado de Guanajuato. Ese monumento de piedra es una homilía, que predica a los cuatro vientos que la religión no puede restringirse a la práctica privada, porque es asunto de los hombres organizados en sociedad.
Para la Reforma y la Revolución, el Estado mexicano era el aparato supremo que debía englobar al hombre, a quien el hombre debía su adhesión firme y su primera fidelidad. Cualquier transformación de la sociedad competía, no a los ciudadanos libremente organizados en las asociaciones de su preferencia, sino al Estado como inspirador, orientador, animador, director, actor y ejecutor. El Estado era el responsable de promover el bienestar material, mental y moral de la nación. Desde el punto de vista del Estado, la Iglesia era un rival, pues como institución envuelve al hombre de la cuna a la tumba y penetra en los hogares, los ranchos, las fábricas, las oficinas y las conciencias. El Cristo monumental era una muestra del poder de la Iglesia y, como para el Estado nacido de la Revolución el enemigo era la Iglesia, el Estado resolvió someterlo. Así pues, el Presidente de la República determinó aplicar rígidamente el artículo 130 de la Constitución, al expedir una ley sobre delitos y faltas en materia de culto religioso, la llamada Ley Calles. En 1926, el presidente dio instrucciones para cerrar conventos y escuelas católicas y expulsar religiosos y sacerdotes extranjeros. En esas circunstancias, caló muy hondo entre los católicos mexicanos el complejo religioso, social y político de la devoción a Cristo Rey, una reacción frente al intento del Estado por monopolizar toda iniciativa pública y por dirigir hasta las conciencias de los hombres. Cuando se levantó el monumento del Cerro del Cubilete, hacía apenas un año que, en Roma, allá muy lejos del Bajío mexicano, el Papa Pío XI había expuesto y asentado la doctrina acerca del reinado social y político de Cristo, instituyendo la solemnidad de Cristo Rey del Universo mediante la encíclica Quas primas. Con la figura de Cristo Rey, la Iglesia contrastó el carácter deshumanizante e inhumano de las doctrinas políticas del siglo XX, liberalismo, socialismo y fascismo. Si el gobierno negaba cualquier vínculo con la religión, los católicos mexicanos proclamaron a Cristo el rey de México, con una cruz por trono, una corona no de oro sino de espinas, y en lugar de manto de armiño un taparrabos. Los católicos proclamaban a voz en cuello una alternativa política: “¡Viva Cristo Rey!” Este grito no es un ay de dolor ni un rugido de descontento. Es el resumen del compendio de una síntesis, un cuerpo de teoría social expresado en cinco sílabas. De acuerdo con esta teoría, la Iglesia es el conjunto de los hombres reunidos en el Reino de Dios. Para que haya Reino, se necesita rey y el rey es Cristo. Este rey no es nada más recuerdo, como Quetzalcóatl, ni nada más ejemplo, como Confucio. Es Dios vivo y verdadero y su reinado se tiene que notar al establecer y obedecer las leyes, al reclamar y administrar justicia. “¡Viva Cristo Rey!” En una cultura cristiana, la concentración del poder político, económico y espiritual en el Estado provoca el debilitamiento de las libertades y los derechos del hombre. Por eso, el grito es una propuesta para reformar el poder estatal desmesurado. Para decirlo con un flagrante anacronismo y un anatopismo sinvergüenza, es una revolución contra el Rey Sol. Todo el que ame la libertad es libre para gritarlo. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
July 2024
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