Pasado mañana ya es 2 de junio. Vota por quien quieras, pero vota. Votar es un acto de amor por México. Vota por tu calle, por tu cuadra, por tu colonia, vota por el pueblo donde naciste y la ciudad donde vives, por “diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos”, parques y plazas, iglesias y fortalezas, por “varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos”.
México no es el Presidente de la República, los gobernadores ni los alcaldes. No es el Congreso de la Unión ni el Poder Judicial de la Federación. No es la Constitución, la bandera, ni el himno. México empieza cuando sales de tu casa, empieza con tus vecinos, con tus compañeros y maestros, con tus colegas y jefes, con tus clientes, proveedores y socios. Empieza por la gente que conoces, con quien tratas a diario, con los que puedes trabajar y jugar. México es el nombre que le damos a la gente como nosotros con quien nos juntamos para hacer lo que no podríamos hacer solos. México es un conjunto de conjuntos de conjuntos de personas, de voces, de rostros, de decepciones e ilusiones, de lágrimas y risas, tristezas y alegrías. México es tus grupos, comunidades y sociedades. Vota por amor a esa gente, a las cosas que hacen juntos, al lugar donde las hacen. En cosas, lugares y personas concretas empieza la patria y, desde ahí, se sigue hasta el Estado mexicano, una abstracción compuesta de abstracciones: población, territorio y gobierno. Para ir a votar, no pienses en el Estado, pues tendrías que ser tonto y loco para amar al Estado. Votar es de intereses, pero no sobre todo de intereses. Es de ideas, pero no nada más de ideas. También votas con el sentimiento. Votas por razones que nada más tu corazón entiende. Para ir a votar, piensa en aquello que amas. Piensa en concreto. Piensa en cosas, lugares y personas. Ésa es tu patria, única e irrepetible como tú. Yo pensaré en una mañana fresca en Carrizalillo y una tarde lluviosa en Los Azufres; en un caballo de Calpan, un venado de Orizaba y una gata de Coyoacán; en el sabor del pescado en hoja santa y el del agua de pitaya, en el de los nísperos, los mangos y los capulines; en una biblioteca en las faldas del Ajusco, un museo en Monterrey, unos frontones en Santa Úrsula Coapa, unos baños de vapor en San Ángel; en un muchacho en Puebla; un viejo en Delicias; una anciana en Iguala. Pensaré en un larguísimo etcétera donde hay canciones y poemas, pintores y músicos y edificios en ruinas, sea porque son muy viejos, sea porque están muy descuidados. Votar es una forma sencilla de mostrar amor por México. ¿Hay más? ¿Hay otras? Por supuesto que sí. Nuestro país será un mejor país si nos decidimos a amarlo en esa multitud de formas que no son votar, por ejemplo, recorrerlo sobre ruedas y dejar de hablar pestes de él. ¿México es el mayor amor para amar? Por supuesto que no. Poco amor tendríamos por nosotros mismos, por nuestros semejantes, por la vida, la verdad y la libertad, poco amor por México si lo erigimos en el objeto central de nuestra fe, esperanza y amor. Se acerca el 2 de junio. Vota por el que quieras, pero vota, porque entre más amas, eres más.
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Democráticamente hablando, México está reprobado. En un índice de democracia preparado para 167 países, nuestro país ocupa el lugar 90, con un puntaje total de 5.14 en una escala del 0 al 10. Está por debajo de la mediana, que corresponde a Senegal, y de la media, que es 5.23. Según este índice, los países que sacaron arriba de 9 son Noruega, Nueva Zelanda e Islandia. Corea del Norte, Birmania y Afganistán recibieron casi 0.
El índice agrupa a los países en cuatro categorías: democracias plenas, democracias defectuosas, regímenes híbridos y países autoritarios. México está catalogado casi a la mitad los regímenes híbridos, el mejor calificado de los cuales es Bangladesh, con 5.87. El régimen híbrido más cerca de ser autoritario es Mauritania, con 4.14. Nuestro país está lejos de las calificaciones que obtuvieron sus principales socios comerciales, Canadá, con 8.69, y Estados Unidos, con 7.85. México está en el lugar 16 de Latinoamérica, más cerca de Nicaragua que del país más democrático del subcontinente, Uruguay, el cual, junto con Costa Rica y España, está entre las tres democracias plenas del orbe hispanohablante. La calificación de México es la más baja desde 2006. En 2011 y 2010, nuestro país alcanzó 6.93, con lo cual se ubicaba más o menos a la mitad de las democracias defectuosas. A partir de 2020, dejó de pasar de panzazo. Lleva tres años seguidos sin poderse llamar ni siquiera un país defectuosamente democrático. El puntaje se compone promediando y midiendo cinco factores: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. En proceso electoral y participación política, México aprueba. Si bien saca 4 en funcionamiento del gobierno, el factor que más pesa en la mala nota es su muy deficiente cultura política: un 1.88 de dar lástima. Para medir cultura política, el índice indaga sobre el grado de consenso social que da sustento a una democracia funcional. Se hace preguntas como las siguientes: “¿Qué porcentaje de la población piensa que la democracia sirve para mantener el orden público o favorecer el desarrollo económico? ¿Qué porcentaje piensa que sería deseable tener un Ejecutivo fuerte que estuviera por encima de Legislativo? ¿Qué porcentaje preferiría un régimen militar o una dictadura tecnocrática?” En general, por cultura política el índice entiende el apoyo popular que sostiene a una democracia. Y según el índice, en México el apoyo es raquítico. La pata más coja son los gobernados, no los gobernantes. A pesar de que nuestros votos cuentan, a los ciudadanos nos faltan cultura cívica, educación democrática y patriotismo ilustrado. Nuestra democracia nos importa, pero nada más un domingo cada seis años. Somos jarabe de pico y tacos de lengua, no mucho más. Parece improbable que la Marea Rosa y sus marchas y concentraciones basten para subir la nota de México. La lección es que la democracia se parece a la escuela: para que te vaya bien, es inútil desvelarse estudiando la noche antes del examen, si te quedas dormido en la clase. Mejor es estar atento en el salón, tomar apuntes y repasarlos a diario, aunque sea quince minutos. Si alguien tiene curiosidad, puede encontrar el índice completo, junto con interesantes notas, en The Age of Conflict, Democracy Index 2023, documento preparado por The Economist Intelligence Unit. “Como te ven, te tratan”, dice un dicho. Por eso, la imagen de México en el exterior es un elemento importante de las relaciones internacionales. Incide en el turismo, la inversión directa, la calificación de deuda, la volatilidad del peso, el trato que reciben migrantes y expatriados y el margen de maniobra para negociar acuerdos bilaterales y votos en organismos multilaterales.
Hay unas gentes que se pusieron a revisar un millón de caricaturas, fotografías, noticias y tuits sobre México, publicadas por agencias como BBC, CNN, Xinhua y periódicos como Le Monde, The New York Times o El País. Según esas gentes, los medios internacionales no destacan la inseguridad y la violencia, al revés que la prensa nacional. Entre el montonal de cosas que revisaron, el México bárbaro de asaltos y asesinatos aparece apenas en quinto lugar. Aunque afuera se habla bastante de la injusticia social y la desigualdad económica que hay en México, 72% de los ítems se reparten en tres cajones. Desde el extranjero, nuestro país se ve “dependiente” (31%), “emergente/moderno” (27%) o “exótico” (14%). Se percibe a México como un país de hondas tradiciones ancestrales, con rico patrimonio cultural y natural, industria cultural prestigiosa y oferta cultural envidiable. Es decir, visto con ojos de fuera, México se nota por su cultura. Sin embargo, para los extranjeros nuestra cultura se reduce a Frida Kahlo, Rufino Tamayo y mayas y aztecas. Para ellos, en las películas los mexicanos aparecen como mariachis, luchadores enmascarados o quinceañeras enfundadas en merengue rosa. Aunque los mexicanos aseguramos que Carlos Fuentes u Octavio Paz son autores de talla mundial, brillan por su ausencia en lo que se dice acerca de nosotros. Vista desde el exterior, la política mexicana sobresale por su debilidad institucional. Se muestra un país que adolece de fallas sistémicas: “gobernantes insensatos incapaces de administrar los momentos críticos de la república; una clase política desconectada del cuerpo social, con apenas una ideología reconocible; un Estado de derecho caprichoso y frágil”; una participación ciudadana que se reduce a ir a votar, “sin transformar la plaza pública en un ejercicio plenamente democrático de civilidad y valores”. El mejor ángulo de México es la cooperación internacional. No obstante, el hecho de que nuestro país se encuentre entre los diez primeros contribuyentes a la ONU no resulta muy fotogénico que digamos, a pesar de ser encomiable. También dignos de encomio resultan los esfuerzos nacionales a favor de la equidad de género. Después de checar el chismógrafo que, en México, pasa por análisis político, casi es un alivio enterarse de que, en general, la prensa internacional mira a México con optimismo tibio. A sus ojos, somos una potencia regional mediana que nomás no acaba de cuajar, pero con gente amable, ciudades vibrantes y oportunidades para hacer negocios. Para ser feliz, uno tiene que saber ponerse en su lugar. Por eso, siempre hay que dejar abierta la posibilidad de que los demás nos vean de manera diferente a la que nosotros nos vemos. Quienes se interesen por este tema pueden consultar La imagen de México en el mundo, libro de César Villanueva y otros autores. También está México, las Américas y el mundo, publicación del CIDE. Ni a un terremoto con ciclón debemos tener más miedo que a un gobierno cuando toma medidas obligatorias basadas en estudios de expertos, que podrán ser expertísimos en sus áreas de competencia, pero saben muy poco de la gente como uno, de cómo vivimos y qué queremos. Los expertos poseen técnica de Proteo, pero carecen de la sabiduría que pidió el rey Salomón. En consecuencia, planificando para el próximo sexenio, estropean el siglo venidero.
México tiene una añeja historia de desastres con epicentro en el escritorio de un burócrata. Ahora hablaremos de uno bastante viejo, cuyas consecuencias todavía resiente el país: “la consolidación de vales reales”, ordenada por el rey Carlos IV en 1804. Al haber destruido el sistema de crédito para pequeños y medianos productores, este desastre está en el origen de las angustias que aún hoy sufre el dueño de una PYME, cuando necesita pedir prestado para financiar sus operaciones. Con la consolidación de vales reales, el gobierno obligó a las “cofradías”, cientos de instituciones locales que en aquel entonces realizaban la función de prestar dinero que hacen los bancos de ahora, a entregarle sus activos y capitales. A cambio, el gobierno extendió a las cofradías unos papeles, garantizando el pago de un interés de 3% sobre los depósitos incautados. A pesar de la garantía, la medida equivalió a una expropiación. Con esta medida, las cofradías tuvieron que exigir pagos inmediatos por préstamos que tenían contratados a largo plazo. Como resultado, la economía mexicana se paralizó en todos los niveles. Sin embargo, los más afectados fueron los profesionistas, abogados y médicos, los pequeños agricultores, comerciantes y mineros y todo aquel que tuviera su carpintería, su panadería o su sastrería, es decir, la clase media de esos tiempos. Como siempre, los muy acaudalados contaban con recursos a la mano para sortear el temporal. Aunque la medida fue suspendida en 1809, debido a las protestas generalizadas que provocó, atizó la rabia popular que estalló con el grito del cura Hidalgo. Aun habiendo sido suspendida, sus efectos nocivos perduraron, pues en doscientos años México no ha logrado reconstruir un sistema eficaz de banca local en ciudades pequeñas y medianas, ideado para recibir depósitos de gente del lugar y otorgar crédito a gente del lugar. Un sistema semejante todavía es factor considerable para generar riqueza en Estados Unidos. El pasado ya pasó. Es imposible dar marcha atrás en el tiempo. Sin embargo, cuentos horripilantes como el de la consolidación de vales reales nos pueden ayudar a parar las antenas y andarnos con cuidado, cuando el gobierno propone medidas radicales para solucionar arraigados problemas. Aunque hay enorme diferencia entre las cofradías y las AFORES, también hay semejanzas, aparte de las erres y las efes que se repiten en ambas palabras. En México hay males muy antiguos. Uno de los más malignos es el de tener gobiernos urgidos de dinero a los que les da por tomar medidas obligatorias basadas en estudios de expertos, lo mismo en el Virreinato, la Independencia, la Reforma, el Porfiriato, la Revolución o en el México de ahora, que lleva cuarenta años sin saber ni cómo se llama el pobre. Un mal gobierno puede hacer mucho mal en un sexenio. Una larga serie ininterrumpida de buenos gobiernos puede hacer bastante bien en un siglo. Aunque la sociedad mexicana excreta abundante inmundicia en figura humana, sobreabunda en héroes, genios y santos. Uno de ellos es Miguel Ángel de Quevedo, a quien se conoce principalmente por ser una avenida con camellón. Sin embargo, es hombre que merece un biógrafo como Maurois o Zweig. Como no lo tiene, baste por ahora con algunos apuntes.
Miguel Ángel de Quevedo nació en una próspera familia de Guadalajara en 1862. La prosperidad no le protegió contra la tragedia, pues quedó huérfano de madre cuando tenía diez años. Siete años después, su padre falleció. El huérfano viajó a los Pirineos franceses, donde quedó a cargo de un tío suyo, cura de aldea que le inculcó amor por los árboles. En Europa, Quevedo estudió ingeniería, para volver a México en 1887. Entró a trabajar a una compañía de ferrocarriles y, mientras supervisaba la construcción de unas vías, fue testigo de las inundaciones que devastaban la región. Al explorar cerros y barrancas, Quevedo notó que estaban completamente pelonas y se dio cuenta de la absoluta necesidad de la reforestación. En 1893, una compañía hidroeléctrica franco-suiza contrató a Quevedo para investigar el potencial de México. Quevedo presentó a sus patrones un informe que destacaba los perjuicios que la tala de bosques causaba a la generación de electricidad. Tiempo después, Quevedo consiguió que se estableciera la Junta Central de Bosques. Así empezó su larga carrera como defensor de la conservación forestal. En 1901, Quevedo se valió de su nombramiento en una comisión de obras públicas para promover la creación de parques en la Ciudad de México. En 1900, los parques y jardines componían menos de 2% de la superficie urbana de la Ciudad de México. Como resultado del programa de Quevedo, la relación aumentó a 16%. En 1908, el presidente Díaz aceptó la proposición de Quevedo para crear dunas arboladas en Veracruz. El argumento que le convenció fue que las dunas disminuirían problemas como la fiebre amarilla y la malaria. Para 1913, Quevedo había cambiado el paisaje del puerto. Quevedo obtuvo recursos para otro proyecto: unos viveros forestales que abrió en Coyoacán. Estos viveros eran la pieza central de un sistema que producía 2.4 millones de árboles en 1914: cedros, pinos, acacias, eucaliptos y tamariscos, que fueron plantados en los lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas. Entre julio de 1913 y febrero de 1914, plantó 140 mil árboles. Cuando llegó a la Presidencia, Francisco Madero, agrónomo de Berkeley, demostró ávido interés por la conservación de los bosques y apoyó los esfuerzos de Quevedo. Madero creó una reserva forestal en el estado de Quintana Roo, que debió haber sido la primera de muchas, de no ser por el golpe de Estado de Huerta. Como Huerta consideraba a Quevedo un subversivo, el conservacionista se exilió voluntariamente. Después de la victoria de las fuerzas constitucionalistas, regresó a México y convenció al presidente Carranza para establecer el Desierto de los Leones como primer parque nacional de México. Más tarde, Quevedo produjo el borrador de la ley forestal que Calles promulgó en 1926, base para la legislación forestal mexicana. Más tarde, Cárdenas invitó a Quevedo para que dirigiera el Departamento Autónomo Forestal. Quevedo rechazó el ofrecimiento, diciendo que era ingeniero y no político, pero Cárdenas insistió y Quevedo le dio el sí. Aunque ingeniero, Miguel Ángel de Quevedo no le hizo fuchi a meterse de burócrata y político con diversas administraciones y regímenes. Por amor a los árboles y los bosques de su patria talada, de buena gana se ensució las manos de tierra, sin permitir que se le emporcara el corazón. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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