No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia. Amo a ciertos varones bravos y tristes, a veces buenos, a veces malos, que trataron de no ahogarse en las aguas de la tragedia humana.
Emiliano Zapata (1879-1919) llegó a ser jefe supremo en Morelos a través de un largo proceso de reconocimiento por parte de los diversos jefes locales. Ciudadano responsable y guerrero decidido, era un candidato especialmente idóneo, pues era, a la vez, un agricultor en quien los aldeanos podían confiar y un tratante de caballos en quien vaqueros, peones y bandidos podían creer. Zapata no era pobre. Su familia vivía en una sólida casa de adobe y ladrillo, no en una choza de varas. Él y su hermano heredaron de sus difuntos padres algo de tierra y ganado. Zapata trabajaba sus terrenos, más unas cuantas hectáreas que rentaba de una hacienda vecina. Cuando aflojaba el trabajo del campo, llevaba una recua de mulas por los poblados sobre las riberas del Río Cuautla. Zapata comerciaba con caballos, pero no en grande. Cada que tenía dinero, se compraba uno nuevo, le ponía una montura de fantasía a su cuaco favorito, se conseguía unas botas nuevas y espuelas de calidad, para cabalgar orgullosamente en los lomos de su animal preferido. Hasta Puebla y la Ciudad de México llegó su reputación de buen caballerango y los dueños de cuadras se disputaban sus servicios. Sin embargo, los elogios nunca lo sedujeron y prefirió una independencia laboriosa. A pesar de sus excelentes caballos y sus ricos trajes, los de Anenecuilco, su pueblo, nunca le dijeron “don Emiliano”, elevándolo por encima del estiércol y el barro. Para su pueblo, siempre fue Miliano y, después de que lo mataron en Chinameca, fue “el pobrecito Miliano”. Los de Anenecuilco lo conocían bien. A los 17 años, Zapata se metió en líos con la policía y tuvo que salir de Morelos, lo cual se consideraba como un mérito. Con otros jóvenes, participó en la defensa legal y cívica de Anenecuilco. Firmaba protestas y se integraba a las delegaciones enviadas ante las autoridades, para quejarse contra los hacendados. Ayudó a organizar la campaña de un gobernador opositor, pero sufrió una derrota desastrosa. Zapata siempre fue cuidadoso con su gente. Decía que lo seguían no porque se les ordenara, sino porque le tenían cariño. Lo querían, lo admiraban, lo tenían en alta estima, sentían devoción por él. Zapata nunca mandoneó a sus hombres y estos nunca lo contrariaron. Obsesionado por su autenticidad, era incapaz de faltar a su palabra, aunque cumplirla le costara la vida. Era valiente, pero tenía miedo de sí mismo, de traicionar sin querer la confianza depositada en su persona. Más de una vez, Zapata expresó su determinación de salirse de la política. Suspiraba por su antiguo estilo de vida, de caballos, faenas del campo, días de mercado y peleas de gallos. Aunque era duro como la piedra y nadie se atrevía a gastarle bromas, parecía estar a punto de derramar lágrimas. Se emborrachaba a veces, pero no se ponía violento, sino nada más inquieto y deprimido. (Tomado de "Zapata y la Revolución Mexicana" de Womack.)
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Las elecciones periódicas promueven la sucesión pacífica y ordenada de gobernantes y legisladores. Con elecciones, un gobierno adquiere legitimidad.
Los países democráticos encargan las elecciones a las instituciones electorales, cuya misión es dar certeza al voto popular. En México, la más prominente de esas instituciones es el Instituto Nacional Electoral (INE). Ésta es parte de la historia del INE. Desde su promulgación en 1917, la Constitución Mexicana estableció que los cargos de gobierno se iban a ocupar por medio de elecciones periódicas. Siempre cuidadoso de la formalidad legaloide, el PNR, después PRM, después PRI, cada tantos años repetía la ceremonia, barnizando así a sus candidatos con legitimidad suficiente para pasar de panzazo en materia de democracia. Conforme a este ceremonial, se llevaron a cabo, por ejemplo, elecciones donde compitieron José Vasconcelos contra el prepriísta Pascual Ortiz Rubio y Juan Andreu Almazán contra el priísta Manuel Ávila Camacho. En ambos casos, los opositores obtuvieron como 5% de los votos según el recuento oficial. Se trató de elecciones bastante legales que fueron poco justas. Para darle mayor lustre a la ceremonia electoral, el presidente Ávila Camacho mandó al manso Congreso de aquel entonces a que promulgara la Ley Federal Electoral. Esa ley creó la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, constituida por el Secretario de Gobernación, otro miembro del gabinete, un senador, un diputado y dos representantes de los partidos políticos con mayor relevancia, que en aquel entonces eran el PRI y el PAN. El PARM apareció como patiño oficial en 1954. Para los 1970, al ceremonial democrático mexicano le urgía una chaineadita. Entonces relumbró don Jesús Reyes Heroles, autor y ejecutor de la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), expedida en 1977. La LOPPE permitió el ingreso de fuerzas políticas antes excluidas, como los izquierdistas Partido Comunista Mexicano, Partido Popular Socialista, Partido Socialista de los Trabajadores y el sinarquista Partido Demócrata Mexicano. La LOPPE también cambió la manera en que se integraba la Comisión Federal Electoral, a la cual se integraron, en “igualdad de condiciones”, todos los partidos políticos registrados. También se añadió a la Comisión un notario público, que pudiera dar fe de la legalidad de sus procedimientos. La ceremonia electoral de cada tres años fue la mona que don Jesús vistió de seda. Pero la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda. Así fue que, en 1988, se rasgó el celofán de las elecciones democráticas de México. Aunque legalmente Carlos Salinas de Gortari ganó sobre Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier, la legitimidad de su gobierno y los que siguieran quedó en entredicho. Para prevenir un derrumbe, en 1990 se reformó la Constitución en materia electoral, creando al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) y el Instituto Federal Electoral (IFE). Al aparecer el COFIPE y el IFE, se establecieron, por ejemplo, topes a los gastos de campaña, para que el PRI dejara de arrasar en las elecciones a fuerza de billetazos. Con esta reforma, observada por el presidente Ernesto Zedillo con estricto apego a derecho, pero también con respeto a la virtud cívica y quizá incluso temor de Dios, Vicente Fox del PAN ganó las elecciones de 2000. Aunque fue apasionante, la historia de la transición a la democracia puede parecer un tanto aburrida al contarla. Pero así era la democracia con la que soñábamos: aburrida, monótona y rutinaria, necesaria pero agradable, como desayunar, comer y cenar en casita con tu familia. A divertirse uno va al circo, no a votar. Si de verdad queremos sanear la política mexicana, para las elecciones de 2024 podemos aprender bastante de la manera en que los aficionados al futbol siguen por televisión el Clásico América-Chivas. Veamos.
Para empezar, el ambiente no es sectario, con unos locales reservados para los de Coapa y otros para los del Guadalajara. Una hora antes del partido, a la misma casa o restorán, llegan los americanistas vestidos de amarillo y los hinchas a rayas rojiblancas. Son vecinos, parientes y amigos. Se saludan de mano, de beso, de abrazo. Sobre la mesa, se ponen carnitas y barbacoa. Hay cervezas y cubas, pero también refresco de naranja. Se valen bromas como la siguiente: “Cuñado, que bien me caes. Lástima que le vayas a ese pinche equipo tan pinchurriento al que tú le vas. Ni modo, nadie es perfecto…” El bromista admite la réplica, pues su mamá le enseñó desde chiquito que el que se lleva, se aguanta. Primos y cuates se acomodan donde pueden y el árbitro silba el saque de centro. Empiezan los gritos, los chiflidos y hasta las mentadas. El código de comportamiento se relaja. No se exige a la concurrencia que se conduzca como damas y caballeros. Cochino. Puerco. Cerdo. De ahí en más, se prorrumpen insultos cuyo destinatario es el aire. Cunden entusiasmos gritones y audibles desalientos. Si el partido termina en empate, sobre todo a ceros, entonces quizá se oiga el único comentario confraterno que se podría oír en tal ocasión: “Qué desgracia el futbol mexicano. Cada día más aburrido. Vamos de mal en peor.” Por ningún lado se asoma el imperativo categórico de felicitar al adversario con deportivismo supino. Nada de “ganó el mejor”. Gane el América o el Guadalajara, al final del partido alguien sentenciará: “Culeros de mierda. Sólo así ganan.” El “así” puede referirse a una mano o una patada que el árbitro dizque no vio. Los perdedores se ponen cabizbajos o alicaídos durante noventa segundos. Los ganadores se engallan tantito. A lo mejor hasta hay un zape o un beso pipo. Quince minutos después, la atención de los concurrentes está concentrada sobre el helado y el flan. Por supuesto, no sucede exactamente igual en el estadio, pues la policía toma precauciones para que ningún asistente introduzca envases de vidrio. A las banderas les quitan el palo y separan a las porras. Sin embargo, fuera de contadas riñas de borrachos, en el Clásico todavía hay lo que se llama “saldo blanco”. Los hooligans no dan el tono y a la fiesta todavía van muchos niños y bastantes abuelitas. En preparación para el México que queremos, quizá podamos empezar desde ahora a organizar una reunión de los Xóchitl con los de Claudia, los de Morena con los del FAM. Habiendo aprendido las lecciones del América-Chivas, el 2 de junio rosas y guindas nos podemos juntar a observar durante dos horas cómo van saliendo los resultados del PREP. Jugamos pesado un rato, pero nunca nos permitimos olvidar que somos vecinos, parientes y amigos. Reuniones así podrían ser más importantes que las elecciones. Serían señal de que el cuerpo social está vivito y coleando. Aunque necesita cirugía mayor, su estado de salud la puede aguantar. Aunque nada más tiene tres sílabas, “México” es una palabrota: condensa mucho significado en poco signo. Se dice fácilmente, sin considerar que designa un ente abstracto, una persona moral cuya realidad se asemeja a la de una A.C. o una S.A. de C.V. “México” es real en un papel. En cambio, Celaya, Iguala, Malinalco, Saltillo, Zacatecas tienen una realidad que se escucha, huele y toca.
Lo que uno se imagina al decir la palabrota es un mapa político. Si eres de imaginación vívida, a lo mejor hasta te imaginas el mapa con sus 32 divisiones, que también son entidades jurídicas. El estado libre y soberano de Quintana Roo, por ejemplo, pertenece a la misma familia que los dragones chinos o el número e. Este mapa político no es el único que podrías imaginar. Cada uno de los mapas imaginables se podría ubicar sobre diversos puntos en una escala de realidad. En un extremo de esa escala, se encuentra la abstracción pura y, en el otro, la absoluta concreción. Muy cerca del extremo abstracto se ubica el mapa de distritos electorales federales, que se dibuja dividiendo la población total de México entre 300. Por lo contrario, más concreto resulta el mapa por zonas militares, que se traza pensando en sierras que hay que trepar, ríos que hay que cruzar, impedimenta que hay que cargar. Un soldado no lleva el mismo equipo para los pantanos de Tabasco que para los desiertos de Chihuahua. No soy el único loco que se pone a pensar en las distintas formas de mapear México. A saber, quizá inspirado en Montesquieu, el emperador Maximiliano comisionó al historiador Manuel Orozco y Berra para que elaborara una propuesta de división territorial que tuviera en consideración la realidad: factores climáticos, características ecológicas, unidad histórica, homogeneidad étnica, etcétera. Ese mapa, que nunca llegó a utilizarse, tiene más de cincuenta divisiones territoriales. Ahí hay bonitas posibilidades que la ley no parió, como Ejutla, Teposcolula y Tehuantepec, que buscaban reconocer las diferencias que hay en las regiones que hoy están emplastadas en el considerablemente difícil de gobernar estado de Oaxaca. Cosa notable, la división realizada por Orozco y Berra tomaba en cuenta, sin calcarlo, en el mapa de México dividido por diócesis. Las divisiones en que hoy partimos México pasan por alto elementos como los del malogrado mapa imperial. Si los hubieran considerado desde la Independencia, tal vez nos hubiéramos ahorrado los cincuenta años de pronunciamentos que hubo por implantar la ficción de un dizque federalismo que en realidad buscaba centralizar el poder en la Ciudad de México. Quizá hoy habría estados que se llamarían El Bajío o La Huasteca, naturalmente establecidos sobre bases antiguas, y no sobre la necesidad de debilitar poderes locales que amenazaban al gobierno central. La Federación luciría menos, pero los municipios no serían la muñeca rota y fea de la Unión. El malogrado mapa no es del todo inútil. Nos sirve para reflexionar que los pueblos, ciudades y regiones de México, que se pueden percibir por los sentidos, importan más que los Estados Unidos Mexicanos, que tienen la existencia fantasmal de los actos jurídicos. “Municipio Libre” no nada más es el nombre de un tramo del Eje 7 Sur. En México, la patria chica todavía pesa. En nuestro país están latentes ideas y sentimientos muy semejantes a lo que un italiano de la Toscana quiere decir cuando dice “mio paese” o un francés de Normandía cuando dice “mon pays”. La historia patria es un mosaico bizantino de microhistorias. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
July 2024
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