Por ahora, se terminan los mitotes. Antes de dar fin a esta serie, quiero ofrecer a los lectores que
los han leído a lo largo de un año la misma explicación que di a las dos o tres personas que, algo molestas, me jalaron las orejas por comenzar algunos con las palabras: “No amo mi patria." A esas gentes respondí que estaba pensando en “Alta traición”, el poema de José Emilio Pacheco que empieza así. Con los mitotes, me propuse explorar el amor patrio que expresa genialmente ese poema y exponerlo en cincuenta y dos artículos semanales de menos de seiscientas palabras. “No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible”, dice el poema. Igualito me pasa a mí. Hay una patria que se me escurre entre los dedos y no porque sea intangible, pues hay un México inmaterial de costumbres y modales, de conceptos y símbolos donde sí me siento como en casa. Pero hay un México donde me siento perdido. Aunque no sé cómo explicar exactamente cuál y cómo es, ésa es la patria que no amo. A falta de frase más precisa, por ahora podría llamarla “Estados Unidos Mexicanos”, aunque “Méjico” y “Mexicou” también podrían servir. Dicen que el amor verdadero es todo menos ciego. Cuando verdaderamente amas algo o amas a alguien, lo amas por su grandeza, pero más lo amas por su miseria; lo amas por su hermosura, pero más lo amas por su fealdad. Pero eso lo sé en teoría. En la práctica, la experiencia del amor que he conocido en carne propia me enseña que, cuando amo, a cada rato estoy peleando con mi amor. “¿Estoy loco? ¿Estoy pendejo? ¿Por qué le doy mi amor a tal?” La paz viene cuando no busco razones. Viene cuando hago caso a la voz que me dice: “Amas porque así te tocó a ti.” La patria que amo es grande y hermosa, pero también muy miserable y muy fea y posiblemente el futuro le depare mucha más miseria y fealdad. Quizá sea cierto eso que dicen: “Las cosas tienen que ir bastante peor antes de empezar a ir tantito mejor.” No digo que tengo amor tan puro que ame a mi patria a causa de sus desdichas y desgracias. Pero sí que quisiera tener amor suficiente para no imponer como condición a mi patriotismo que la patria sea como la quiero para amarla. Algo así me dice el poema de Pacheco, que también dice sobre la patria “pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos”. Aunque no soy tan temerario como para andar presumiendo que, en caso de guerra civil o invasión extranjera, estaría dispuesto a morir por alguna de esas cosas, ésa es la forma de patriotismo a la que aspiro. Para mi fortuna, profeso una religión que enseña que “dar la vida” no es lo mismo que morir en lid sangrienta. Alguna vez tuve un trabajo que consistía en difundir la buena imagen de México en el exterior. De algunos años para acá, tengo la idea de que hacen falta muchos que hagan un trabajo todavía más importante: difundir la imagen cierta de México hacia el interior. Para éste que soy, “dar la vida” puede significar tener la dicha inicua de perder el tiempo en escribir. Agradezco a quienes me hicieron saber que unos mitotes les parecieron útiles o interesantes. Agradezco también a quienes los hicieron circular en los medios a su alcance. Ahí se quedan los mitotes en mauriciosanders.com. Por si un día los extrañan.
0 Comments
Además de unos vencidos y unos vencedores, en el origen de México están los Doce, grupo de franciscanos que, en los años inmediatamente posteriores a la Conquista de 1521, constituyeron la Orden de Frailes Menores en estas tierras. Con aprobación de los papas León X y Adriano VI, los Doce fueron escogidos a mano por el rey Carlos I, a instancias de Hernán Cortés quien, a pesar de sus ambiciones mundanas, fue creyente sincero.
Encargados de traer el Evangelio al Nuevo Mundo, los Doce, provenientes de España, Flandes e Italia, fueron hombres con altísimo nivel de formación intelectual, pero comprometidos en sus nervios y tendones con los ideales de san Francisco de Asís. Eran hombres enamorados de la Dama Pobreza que se agarraban a besos con la Hermana Lluvia. Por amor a Dios, estaban dispuestos a ser como juglares, arlequines, saltimbanquis y hasta bufones. Los Doce sembraron en América lo mejor de Europa, es decir, lo mejor de griegos, romanos y judíos, pero también de las antiguas Galias y la Germania. Como algunos eran españoles, también trajeron lo mejor de la cultura islámica que se depositó en la Península Ibérica. Trajeron matemáticas, pero también melocotones; trajeron ingeniería, pero también berenjenas. Trajeron un efectivo y eficaz régimen de derecho, que reconocía en los indios su plena condición de hijos de Dios y, por lo tanto, vasallos de la Corona de España. Los Doce concibieron un método para ejecutar su obra de evangelización. En una situación desconocida, diseñaron su método desde sus fundamentos en dos instituciones educativas, el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, destinado a la formación de los hijos de la nobleza indígena, y el Colegio de San José de los Naturales, concebido para la educación de los plebeyos. El método, que contradice de cabo a rabo el cliché de una religión impuesta por la fuerza, pronto se extendió en la vasta circunferencia que comprende al Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Ese círculo de centenas de miles de kilómetros cuadrados coincide con las amplias, pobladas y disímbolas regiones donde estaba implantado el Imperio azteca y que, después de la Conquista, se convirtió en el Reino de la Nueva España. El jefe de los Doce fue fray Martín de Valencia. Sus compañeros fueron los frailes Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Juan Juárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas y Francisco Ximénez. A estos frailes presbíteros se unieron dos laicos de la Primera Orden Franciscana: Andrés de Córdoba y Juan de Palos. Mientras que estos se organizaban en las montañas de Extremadura para hacerse a la mar, en Flandes Juan de Tecto, confesor de Carlos I, pidió licencia para ir a América. Al padre Tecto se unieron Juan de Aora y Pedro de Gante, hermano lego que no había aceptado el sacerdocio por humildad. A este núcleo, se adhirieron fray Juan de Zumárraga y fray Bernardino de Sahagún. Los Doce fraguaron el proyecto de construir codo a codo con los indios una sociedad feliz fundada en los principios evangélicos. Hicieron de México su destino y vocación. Se rindieron al país al que llegaron. Amaron a los hombres, varones y mujeres, ancianos y niños, entre quienes trabajaron. Los antiguos mexicanos correspondieron. Si los modernos también lo hiciéramos, otro gallo nos cantara. Mauricio Sanders |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
August 2024
|