México es más que el país del crimen y la violencia. Como prueba, está el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española, celebrado en nuestro país en 1951. De este Congreso surgió la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), la forma institucional en que actualmente se “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua.
En aquel entonces, México buscaba ejercer poder suave en el mundo hispánico, para llenar el vacío que, entre los países de habla española, dejó la España de Franco, al quedar fuera de la ONU. Por medio del Congreso, México quería liderar a los países hispanohablantes, bajo el principio de que “se puede ser hispánico sin tener que ser español”. En esas circunstancias, José Rubén Romero, miembro de una Academia Mexicana que contaba con nueve diplomáticos entre sus dieciséis miembros numerarios, tuvo la idea de que México convocara al Congreso, sin que fuera iniciativa española. En los toros o el box, los académicos se la contaron a su amigo el presidente. Miguel Alemán tuvo el acierto de aceptarla. La ejecución de la idea fue magistral. La Academia Mexicana giró invitaciones por escrito a las demás Academias, por orden de creación. Pero, puesto que la iniciativa rompía el papel tradicional de la Real Academia Española, México obsequió a España con enviados que hicieron la invitación en persona, para manifestar respeto a la posición primada de los españoles en cuanto decanos. Este proceder facilitó que, cuando España fue invitada, el Congreso ya no era un proyecto de mexicanos, pues contaba con el beneplácito colombiano, ecuatoriano, salvadoreño, etcétera. Así, la Academia Mexicana empujó a la Real Academia contra las cuerdas con guantes de marca Cleto Reyes y España aceptó venir al Congreso, aunque no fuera iniciativa suya. Siguió el mejor round, después de que, ante la ONU, México votó en contra de que se levantaran las sanciones contra la España franquista y, posteriormente, apoyó una proposición soviética contraria al gobierno español. Como respuesta, los españoles comunicaron a la Academia Mexicana que, “por razones de patriotismo”, cancelaban su participación en el Congreso. Empero, la Real Academia asistiría si el gobierno mexicano cortaba con los republicanos. Como México no podía permitir que su política exterior se dictara desde Madrid, los preparativos del Congreso siguieron adelante. Pero como la idea era que México se convirtiera en el centro de la unidad del mundo hispanohablante, había que preservar esa unidad a toda costa, sin excluir a España, que con su anuncio había armado la de San Quintín. Para conservar la unidad, los académicos-escritores-diplomáticos de México hicieron circo, maroma y teatro. Como resultado de sus buenos oficios y oportunas gestiones, España aceptó acudir al Congreso, porque los países que hablamos español conformamos una “civilización hispánica”, distinta de la anglosajona, musulmana o china. Somos “los viejos multimillonarios de la fuerza moral y las energías vitales, los que podemos darles lecciones a los nuevos ricos" de Estados Unidos, cuya “técnica ensoberbecida ha querido regirse nada más que por una ley cuantitativa de más y más: "más riqueza, más producción”. El Congreso de 1951 fue una maniobra internacional en la cual notables mexicanos intentaron exitosamente crear un nuevo equilibrio en el mundo hispanohablante, pero sin causar rompimientos entre los países que hablan español. La maniobra, que logró frutos útiles y perdurables, es una prueba, entre miles, de que México es mucho más que “el país de la violencia, y el odio”. Para hacer lo que queremos hacer, debemos recordar que ya lo hemos hecho.
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Como soy un urbanícola clasemediero globalizado, sentí turbarse mi conciencia cuando, para halagar a su huésped, Celedonio Caldera me ofreció huevos de tortuga, pues caen dentro de las prohibiciones alimenticias que prescribe la religión de mi época y ambiente. Traté de evangelizar a Celedonio:
“Pero, Celedonio, las tortugas están en vías de extinción.” Hombre de poca fe, Celedonio me predicó que no, que hay miles de tortugas en las decenas de kilómetros de playa desierta del Pacífico mexicano que están afuera de su casa. Junto con los cocos que dan los cocoteros, los huevos que éstas ponen forman parte de la dieta habitual de su familia. “Montones de huevos que ponen. Mira, así”, dijo, abriendo los brazos para expresar con señas la liberalidad de las tortugas, el mar y la naturaleza, que se dan al hombre, para que el hombre viva su vida en agradecida libertad, libre de prohibiciones alimenticias y otros mandamientos, aparte de los diez que Moisés recibió en el Monte Sinaí, los cuales Jesús resumió en dos y ya. A pesar de la religión de mi época y ambiente, en mi interior persiste otra religión, la cual me impulsó a poner las leyes de la hospitalidad por encima de los escrúpulos programados en mis redes neuronales. Por eso, sin mayor discusión, acepté los huevos y me comí algunos, con limón, salsa valentina y desagrado, pues no saben ricos. Aun pasados por agua, saben a huevo de gallina crudo multiplicado por mil. Es difícil ponerle nombre al profeta mayor de mi religión de urbanícola clasemediero globalizado. Para poder avanzar, digamos que se llama ONU y que el profeta ONU transmite su palabra a través de los tratados internacionales que firman los Estados Unidos Mexicanos, profeta menor que a su vez replica la palabra de ONU en leyes y reglamentos que Celedonio, tú y yo estamos obligados a cumplir, bajo pena de multa o prisión, pero también inquietud interior: el temor al infierno de la no- biodiversidad. El fenómeno de las diversas y contradictorias religiones y, por tanto, morales, que chocan en mi corazón, pero también en mi civilización, me parece interesantísimo. Pero, por ahora, sólo tengo espacio para manifestar cómo fue que, en el caso de los huevos de tortuga que me invitó Celedonio en su casa sobre la costa del Pacífico, la Secretaría de Marina resuelve el conflicto. Para resolver el conflicto entre la religión que permite recoger huevos de la playa para comerlos y la que prohíbe hacerlo, la Marina es un Salomón. Si una patrulla encuentra a Celedonio recogiendo huevos, le decomisa la mitad y la otra mitad se la deja para que la consuma con su familia. Además, fuerza al culpable a devolver la mitad decomisada al hoyo de dónde salió y enterrarla con sumo cuidado. Superficialmente, este juicio y sentencia carecen de filosofía y teología. Bien mirado, son profundamente filosóficos y teológicos, aunque se pasan por el arco del triunfo, entre otras normas del derecho positivo mexicano, las que protegen el derecho a proceso judicial y las que proscriben las penas corporales. Pero esa también es la política: el arte de ayudar a convivir en un mismo territorio a quienes creen que comer huevos de tortuga es pecado medioambiental grave y a los que creen que es gratuito don. En México hay libertad de cultos y la Marina la sostiene. Con qué cosas se topa uno al vacacionar por estas tierras del Señor … Manuel Gómez Morín (1897-1972) fue una extraña mezcla de político, tecnócrata, intelectual, apóstol quijotesco y católico moderno. También fue un hombre culto.
Desde niño, el gusto por leer echó raíz en Gómez Morín, no como pasatiempo, sino como actividad de alto riesgo. Tolstoi, Gorki y Dostoievsky fueron compañeros de su juventud. En los 12 mil volúmenes de su biblioteca personal (a resguardo del itam) está el itinerario de su mente y su alma. Ahí, dejó subrayados y anotados trescientos títulos, que muestran la diversidad de autores, temas y lenguas que le interesaban. En una libretita, con letra menuda y tinta negra, escribía síntesis de sus lecturas. Suscrito al Times Literary Supplement, solicitaba novedades europeas. Leía a Maritain, Chesterton o Maurois, escritores cristianos del siglo xx, pero también a Henri Bergson, cuyos libros estuvieron en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. Tenía en alta estima el Leisure de Huizinga, libro central para los hombres de acción, porque la actividad fecunda surge del ocio, no del estrés. De Charles Péguy y Paul Claudel absorbió este principio de vida: “Lo espiritual descansa en la tienda de campaña de lo temporal”. José Ortega y Gasset le dio una concepción del intelectual en política y sociedad. Le inspiró el jurista Léon Duguit, quien daba relevancia especial a los fundamentos sociales del derecho, en contraposición del liberalismo individualista. Entre sus lecturas mexicanas están Justo Sierra, José Vasconcelos y Ezequiel A. Chávez. Dice Enrique Krauze que “las cartas eran la respiración moral” de Gómez Morín. En aquella correspondencia, especialmente la que tuvo con su amigo Efraín González Luna, están vivas sus lecturas: Pasternak, Teillhard de Chardin, Georges Simenon, Henri Lefebvre. Los libros de Sartre ponen a los amigos conversar, con preocupación, sobre el existencialismo. Encuentran La región más transparente “desorientado y sucio”. El Juárez de José Fuentes Mares los mueve a criticar la historiografía oficial. Amigo por correspondencia de Ramón López Velarde, Gómez Morín se internó en la poesía moderna de Francia: Arthur Rimbaud, Francis Jammes, Jean de Moreas y Jules Laforgue. Gómez Morín leía poesía en voz alta y la memorizaba. En una carta de 1927, dirigida a Vasconcelos, cita dos versos de Othón –“¡A fuerza de pensar en tales cosas / me duele el pensamiento cuando pienso!”–. En un discurso, deja caer este verso de John Milton: “They also serve who stand and wait.” A pesar de ser un lector dedicado, Gómez Morín nunca creyó en el poder de su propia escritura. Cientos de artículos suyos quedaron sueltos en páginas de periódicos y revistas. En su juventud publicó un par de libritos y ya. El resto de sus palabras quedaron plasmadas en contratos, memorandos e iniciativas de ley. Alguien más recogió sus discursos. Manuel Gómez Morín formó parte de la generación de los Siete Sabios, que nació a la vida pública en la tolvanera de la Revolución. Siendo muy joven, se desempeñó como subsecretario de Hacienda. En el papel de eminencia gris, fue agente financiero del gobierno mexicano en Nueva York. Al concluir esta comisión, Álvaro Obregón le ofreció la legación de México en Japón, que él rechazó, para volver a México a dar clases de derecho. En 1922, Vasconcelos le encargó la dirección de la Escuela de Jurisprudencia que, durante su gestión, se convirtió en Facultad de Derecho. Fungió como rector de la unam en tiempos adversos para la libertad de cátedra, periodo en el que, sin embargo, actuó con firmeza y mesura. Manuel Gómez Morín tiene calle y monumento. Pero el mejor homenaje que los mexicanos le podemos rendir es conocer su vida y seguir su ejemplo. Si yo tuviera veinte años, al oír que me echan la aburridora de lo importante que es mi participación en las elecciones de 2024, me pondría a mirar el techo mientras pienso:
“Desde que nací me llevan diciendo que los políticos mexicanos son una mierda y que la política mexicana es una mierda. ¿Y ahora de repente quieren que me interese? ¿Que me informe? ¿Qué vaya a votar? ¿De verdad quieren que me eche un clavado de cabeza en un chiquero lleno de mierda?” Con su masiva indiferencia, los jóvenes demuestran haber aprendido bien la pedagogía cívica y la educación democrática que les inculcamos en casa. A pocos meses de las elecciones, los mayores de treinta años no tenemos otra cosa que hacer que arrepentirnos de corazón y cambiar de actitud, confiando en que será cierto el refrán que dice: “Las palabras convencen, pero el ejemplo arrastra.” Para empezar a reparar los daños causados por nuestras generalizaciones mentirosas, el 2 de junio habrá que ir a votar sin echarnos incienso por cumplir con nuestro deber. Sin embargo, no bastará con eso para que nos podamos sentir tranquilos. Habrá que hacer un sincero y minucioso examen de conciencia; después, habrá que admitir la naturaleza exacta de nuestras faltas; todavía después, habrá que pedir perdón y hacer penitencia, frase técnica de las ciencias morales que, si bien nos hace sudar frío de miedo, lo único que quiere decir es “aceptar la alegría de intentar vivir con rectitud”. Para vivir rectamente, podríamos comenzar por suponer, aun a manera de mera hipótesis, que, con ignorancia culpable, hemos permitido que se olvide que economía y política pertenecen al ámbito de la moral: el conocimiento de los hábitos que nos conducen a la plenitud de acuerdo con nuestra naturaleza de animales sociales contingentes y vulnerables. Asimismo, podríamos hacer propósito de enmienda y mordernos la lengua, cada vez que nos veamos tentados a decir: “El presidente es un pendejo. Nos gobiernan puros pendejos.” En vez de ello, podemos tratar de imitar una conducta que parece francamente ñoña y perfectamente inútil. En vez de andar pendejeando gente a diestra y siniestra, podríamos callarnos la boca y pronunciar en la mente: “Pido prudencia, justicia y fortaleza para el presidente, el gobernador y el alcalde. Pido para ellos lo mismo que pido para mí.” La intención de ser rectos puede conducirnos a admitir que los males que vemos en el país son reflejo de nuestra interioridad. Paradójicamente, esa admisión puede ser la grieta por donde penetre el torrente de la salvación, pues, por un reflejo de defensa psicológico, podemos hacer este razonamiento: “Okey, si afuera es como adentro y afuera hay tanto bueno, entonces adentro no está mal de cabo a rabo.” Así, podríamos empezar a estar agradecidos porque, en este país, por misteriosa gracia, abunda el bien en la vida cotidiana. No obstante, hacer inventario de los bienes, sorpresas, dones y regalos también exige disciplina y esfuerzo. En fin, incluso algo tan mínimo como persuadir a tu hija o tu sobrino de que votar en 2024 y elecciones subsecuentes puede ser una proposición aceptable ante su conciencia exige una tarea hercúlea de transformación interior. Parece más fácil, por pereza, dejarnos caer y hacerlos caer en el pecado imperdonable: creer que ya nos cargó la tiznada. A esa desesperación infinita la religión de los cristianos llama “infierno”. La oposición también se hace con ideas y libros. Manuel Gómez Morín (1897-1972) lo tenía muy claro, pues aun hoy, la Editorial Jus, fundación de este hombre extraordinario, extraña mezcla de político, intelectual y apóstol quijotesco, es caso a estudiar y ejemplo a seguir.
A Gómez Morín se le recuerda por haber fundado el pan y el Banco de México. Sin embargo, uno de sus mayores anhelos fue erigir con libros una república dichosa y con libros salvar al hombre “inestable pero irrompible también, materia y espíritu, necesidad y anhelo, apetito y destino”. A la par de su desempeño público y su trabajo como abogado corporativo, durante su vida Gómez Morín se dedicó a la edición, pues tenía conciencia de que los libros podían ayudar a reconstruir la nación, que había venido sufriendo una obra secular de demolición. Con sus empresas editoriales, Gómez Morín perseguía una estrategia política que iba mucho más allá de un asalto al poder. Gómez Morín no quería ganar elecciones y ya. Quería fomentar una opinión pública capaz de mirar críticamente al pri, pero también a algo más antiguo y perverso: la antropología y la cosmovisión que fundamentaba los postulados de ese partido. En su pensamiento, debía existir un Estado fuerte, capaz de realizar el bien común, pero con límites claros puestos por el municipio, la escuela, el sindicato, la barra de abogados o el colegio de ingenieros. Aparte de la que hacía con el PAN, Gómez Morín pensó en hacer “política de verdad, no electoral” a través de publicaciones. Con esa política, buscaba propiciar una utopía de comunidades naturales de personas, basadas en la solidaridad, que tomaba en cuenta la tradición, la historia y el destino particulares e irrepetibles de México, en su total, multiforme y contradictoria realidad. Con Jus, Gómez Morín no quería nada más echar a rodar libros buenos, bonitos y baratos por el mundo. Pretendía fundar una “organización creada especialmente para difundir el libro”, capaz de “lograr y mantener listas completas y eficaces de lectores” y que pudiera organizar “agrupaciones de bibliófilos y ferias del libro”. Por sí mismo, el primer título que Jus publicó, las obras completas de Lucas Alamán, contenía un programa editorial y una visión política. Con los años, Jus introdujo libros de texto en primarias y secundarias y en la Escuela Libre de Derecho. Fueron influyentes sus dos colecciones populares de historia, que buscaban revisar la versión oficial del pasado, pero también estaban dispuestas “a conceder todo lo positivo” a Juárez o Calles. Jus se atrevió a retomar “los viejos caminos que España nos había dejado abiertos”, “verdaderas guías políticas, al Pacífico, a Centroamérica”. El catálogo de Jus pretendía acabar con “esa absurda posición que ha envenenado nuestra vida pública a partir de la Independencia: la de creer que toda convicción religiosa, en especial la católica, constituye una capitis diminutio”, una reducción de la cabeza. De todo eso que anhelaba su fundador, Jus logró muy poco. Pero aun ese poco nos ayuda a recordar que la oposición no nada más es contra un gobierno o un régimen. También hay que oponerse a nuestra forma de civilización, que nada más podría tener contentos a Satanás, Luzbel o Belcebú. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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