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EL MITOTERO

El Mitotero 28

2/15/2024

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Manuel Gómez Morín (1897-1972) fue una extraña mezcla de político, tecnócrata, intelectual, apóstol quijotesco y católico moderno. También fue un hombre culto.

Desde niño, el gusto por leer echó raíz en Gómez Morín, no como pasatiempo, sino como actividad de alto riesgo. Tolstoi, Gorki y Dostoievsky fueron compañeros de su juventud.  En los 12 mil volúmenes de su biblioteca personal (a resguardo del itam) está el itinerario de su mente y su alma. Ahí, dejó subrayados y anotados trescientos títulos, que muestran la diversidad de autores, temas y lenguas que le interesaban. En una libretita, con letra menuda y tinta negra, escribía síntesis de sus lecturas.

Suscrito al Times Literary Supplement, solicitaba novedades europeas. Leía a Maritain, Chesterton o Maurois, escritores cristianos del siglo xx, pero también a Henri Bergson, cuyos libros estuvieron en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. Tenía en alta estima el Leisure de Huizinga, libro central para los hombres de acción, porque la actividad fecunda surge del ocio, no del estrés.

De Charles Péguy y Paul Claudel absorbió este principio de vida: “Lo espiritual descansa en la tienda de campaña de lo temporal”. José Ortega y Gasset le dio una concepción del intelectual en política y sociedad. Le inspiró el jurista Léon Duguit, quien daba relevancia especial a los fundamentos sociales del derecho, en contraposición del liberalismo individualista. Entre sus lecturas mexicanas están Justo Sierra, José Vasconcelos y Ezequiel A. Chávez.

Dice Enrique Krauze que “las cartas eran la respiración moral” de Gómez Morín. En aquella correspondencia, especialmente la que tuvo con su amigo Efraín González Luna, están vivas sus lecturas: Pasternak, Teillhard de Chardin, Georges Simenon, Henri Lefebvre. Los libros de Sartre ponen a los amigos conversar, con preocupación, sobre el existencialismo. Encuentran La región más transparente “desorientado y sucio”. El Juárez de José Fuentes Mares los mueve a criticar la historiografía oficial.

Amigo por correspondencia de Ramón López Velarde, Gómez Morín se internó en la poesía moderna de Francia: Arthur Rimbaud, Francis Jammes, Jean de Moreas y Jules Laforgue. Gómez Morín leía poesía en voz alta y la memorizaba. En una carta de 1927, dirigida a Vasconcelos, cita dos versos de Othón –“¡A fuerza de pensar en tales cosas / me duele el pensamiento cuando pienso!”–. En un discurso, deja caer este verso de John Milton: “They also serve who stand and wait.”

A pesar de ser un lector dedicado, Gómez Morín nunca creyó en el poder de su propia escritura. Cientos de artículos suyos quedaron sueltos en páginas de periódicos y revistas. En su juventud publicó un par de libritos y ya. El resto de sus palabras quedaron plasmadas en contratos, memorandos e iniciativas de ley. Alguien más recogió sus discursos.

Manuel Gómez Morín formó parte de la generación de los Siete Sabios, que nació a la vida pública en la tolvanera de la Revolución. Siendo muy joven, se desempeñó como subsecretario de Hacienda. En el papel de eminencia gris, fue agente financiero del gobierno mexicano en Nueva York.  Al concluir esta comisión, Álvaro Obregón le ofreció la legación de México en Japón, que él rechazó, para volver a México a dar clases de derecho.

En 1922, Vasconcelos le encargó la dirección de la Escuela de Jurisprudencia que, durante su gestión, se convirtió en Facultad de Derecho. Fungió como rector de la unam en tiempos adversos para la libertad de cátedra, periodo en el que, sin embargo, actuó con firmeza y mesura.
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Manuel Gómez Morín tiene calle y monumento. Pero el mejor homenaje que los mexicanos le podemos rendir es conocer su vida y seguir su ejemplo. 
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    Mauricio Sanders

    Escritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México.

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