No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia. Amo a ciertos varones bravos y tristes, a veces buenos, a veces malos, que trataron de no ahogarse en las aguas de la tragedia humana.
Emiliano Zapata (1879-1919) llegó a ser jefe supremo en Morelos a través de un largo proceso de reconocimiento por parte de los diversos jefes locales. Ciudadano responsable y guerrero decidido, era un candidato especialmente idóneo, pues era, a la vez, un agricultor en quien los aldeanos podían confiar y un tratante de caballos en quien vaqueros, peones y bandidos podían creer. Zapata no era pobre. Su familia vivía en una sólida casa de adobe y ladrillo, no en una choza de varas. Él y su hermano heredaron de sus difuntos padres algo de tierra y ganado. Zapata trabajaba sus terrenos, más unas cuantas hectáreas que rentaba de una hacienda vecina. Cuando aflojaba el trabajo del campo, llevaba una recua de mulas por los poblados sobre las riberas del Río Cuautla. Zapata comerciaba con caballos, pero no en grande. Cada que tenía dinero, se compraba uno nuevo, le ponía una montura de fantasía a su cuaco favorito, se conseguía unas botas nuevas y espuelas de calidad, para cabalgar orgullosamente en los lomos de su animal preferido. Hasta Puebla y la Ciudad de México llegó su reputación de buen caballerango y los dueños de cuadras se disputaban sus servicios. Sin embargo, los elogios nunca lo sedujeron y prefirió una independencia laboriosa. A pesar de sus excelentes caballos y sus ricos trajes, los de Anenecuilco, su pueblo, nunca le dijeron “don Emiliano”, elevándolo por encima del estiércol y el barro. Para su pueblo, siempre fue Miliano y, después de que lo mataron en Chinameca, fue “el pobrecito Miliano”. Los de Anenecuilco lo conocían bien. A los 17 años, Zapata se metió en líos con la policía y tuvo que salir de Morelos, lo cual se consideraba como un mérito. Con otros jóvenes, participó en la defensa legal y cívica de Anenecuilco. Firmaba protestas y se integraba a las delegaciones enviadas ante las autoridades, para quejarse contra los hacendados. Ayudó a organizar la campaña de un gobernador opositor, pero sufrió una derrota desastrosa. Zapata siempre fue cuidadoso con su gente. Decía que lo seguían no porque se les ordenara, sino porque le tenían cariño. Lo querían, lo admiraban, lo tenían en alta estima, sentían devoción por él. Zapata nunca mandoneó a sus hombres y estos nunca lo contrariaron. Obsesionado por su autenticidad, era incapaz de faltar a su palabra, aunque cumplirla le costara la vida. Era valiente, pero tenía miedo de sí mismo, de traicionar sin querer la confianza depositada en su persona. Más de una vez, Zapata expresó su determinación de salirse de la política. Suspiraba por su antiguo estilo de vida, de caballos, faenas del campo, días de mercado y peleas de gallos. Aunque era duro como la piedra y nadie se atrevía a gastarle bromas, parecía estar a punto de derramar lágrimas. Se emborrachaba a veces, pero no se ponía violento, sino nada más inquieto y deprimido. (Tomado de "Zapata y la Revolución Mexicana" de Womack.)
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Las elecciones periódicas promueven la sucesión pacífica y ordenada de gobernantes y legisladores. Con elecciones, un gobierno adquiere legitimidad.
Los países democráticos encargan las elecciones a las instituciones electorales, cuya misión es dar certeza al voto popular. En México, la más prominente de esas instituciones es el Instituto Nacional Electoral (INE). Ésta es parte de la historia del INE. Desde su promulgación en 1917, la Constitución Mexicana estableció que los cargos de gobierno se iban a ocupar por medio de elecciones periódicas. Siempre cuidadoso de la formalidad legaloide, el PNR, después PRM, después PRI, cada tantos años repetía la ceremonia, barnizando así a sus candidatos con legitimidad suficiente para pasar de panzazo en materia de democracia. Conforme a este ceremonial, se llevaron a cabo, por ejemplo, elecciones donde compitieron José Vasconcelos contra el prepriísta Pascual Ortiz Rubio y Juan Andreu Almazán contra el priísta Manuel Ávila Camacho. En ambos casos, los opositores obtuvieron como 5% de los votos según el recuento oficial. Se trató de elecciones bastante legales que fueron poco justas. Para darle mayor lustre a la ceremonia electoral, el presidente Ávila Camacho mandó al manso Congreso de aquel entonces a que promulgara la Ley Federal Electoral. Esa ley creó la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, constituida por el Secretario de Gobernación, otro miembro del gabinete, un senador, un diputado y dos representantes de los partidos políticos con mayor relevancia, que en aquel entonces eran el PRI y el PAN. El PARM apareció como patiño oficial en 1954. Para los 1970, al ceremonial democrático mexicano le urgía una chaineadita. Entonces relumbró don Jesús Reyes Heroles, autor y ejecutor de la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), expedida en 1977. La LOPPE permitió el ingreso de fuerzas políticas antes excluidas, como los izquierdistas Partido Comunista Mexicano, Partido Popular Socialista, Partido Socialista de los Trabajadores y el sinarquista Partido Demócrata Mexicano. La LOPPE también cambió la manera en que se integraba la Comisión Federal Electoral, a la cual se integraron, en “igualdad de condiciones”, todos los partidos políticos registrados. También se añadió a la Comisión un notario público, que pudiera dar fe de la legalidad de sus procedimientos. La ceremonia electoral de cada tres años fue la mona que don Jesús vistió de seda. Pero la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda. Así fue que, en 1988, se rasgó el celofán de las elecciones democráticas de México. Aunque legalmente Carlos Salinas de Gortari ganó sobre Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier, la legitimidad de su gobierno y los que siguieran quedó en entredicho. Para prevenir un derrumbe, en 1990 se reformó la Constitución en materia electoral, creando al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) y el Instituto Federal Electoral (IFE). Al aparecer el COFIPE y el IFE, se establecieron, por ejemplo, topes a los gastos de campaña, para que el PRI dejara de arrasar en las elecciones a fuerza de billetazos. Con esta reforma, observada por el presidente Ernesto Zedillo con estricto apego a derecho, pero también con respeto a la virtud cívica y quizá incluso temor de Dios, Vicente Fox del PAN ganó las elecciones de 2000. Aunque fue apasionante, la historia de la transición a la democracia puede parecer un tanto aburrida al contarla. Pero así era la democracia con la que soñábamos: aburrida, monótona y rutinaria, necesaria pero agradable, como desayunar, comer y cenar en casita con tu familia. A divertirse uno va al circo, no a votar. Si de verdad queremos sanear la política mexicana, para las elecciones de 2024 podemos aprender bastante de la manera en que los aficionados al futbol siguen por televisión el Clásico América-Chivas. Veamos.
Para empezar, el ambiente no es sectario, con unos locales reservados para los de Coapa y otros para los del Guadalajara. Una hora antes del partido, a la misma casa o restorán, llegan los americanistas vestidos de amarillo y los hinchas a rayas rojiblancas. Son vecinos, parientes y amigos. Se saludan de mano, de beso, de abrazo. Sobre la mesa, se ponen carnitas y barbacoa. Hay cervezas y cubas, pero también refresco de naranja. Se valen bromas como la siguiente: “Cuñado, que bien me caes. Lástima que le vayas a ese pinche equipo tan pinchurriento al que tú le vas. Ni modo, nadie es perfecto…” El bromista admite la réplica, pues su mamá le enseñó desde chiquito que el que se lleva, se aguanta. Primos y cuates se acomodan donde pueden y el árbitro silba el saque de centro. Empiezan los gritos, los chiflidos y hasta las mentadas. El código de comportamiento se relaja. No se exige a la concurrencia que se conduzca como damas y caballeros. Cochino. Puerco. Cerdo. De ahí en más, se prorrumpen insultos cuyo destinatario es el aire. Cunden entusiasmos gritones y audibles desalientos. Si el partido termina en empate, sobre todo a ceros, entonces quizá se oiga el único comentario confraterno que se podría oír en tal ocasión: “Qué desgracia el futbol mexicano. Cada día más aburrido. Vamos de mal en peor.” Por ningún lado se asoma el imperativo categórico de felicitar al adversario con deportivismo supino. Nada de “ganó el mejor”. Gane el América o el Guadalajara, al final del partido alguien sentenciará: “Culeros de mierda. Sólo así ganan.” El “así” puede referirse a una mano o una patada que el árbitro dizque no vio. Los perdedores se ponen cabizbajos o alicaídos durante noventa segundos. Los ganadores se engallan tantito. A lo mejor hasta hay un zape o un beso pipo. Quince minutos después, la atención de los concurrentes está concentrada sobre el helado y el flan. Por supuesto, no sucede exactamente igual en el estadio, pues la policía toma precauciones para que ningún asistente introduzca envases de vidrio. A las banderas les quitan el palo y separan a las porras. Sin embargo, fuera de contadas riñas de borrachos, en el Clásico todavía hay lo que se llama “saldo blanco”. Los hooligans no dan el tono y a la fiesta todavía van muchos niños y bastantes abuelitas. En preparación para el México que queremos, quizá podamos empezar desde ahora a organizar una reunión de los Xóchitl con los de Claudia, los de Morena con los del FAM. Habiendo aprendido las lecciones del América-Chivas, el 2 de junio rosas y guindas nos podemos juntar a observar durante dos horas cómo van saliendo los resultados del PREP. Jugamos pesado un rato, pero nunca nos permitimos olvidar que somos vecinos, parientes y amigos. Reuniones así podrían ser más importantes que las elecciones. Serían señal de que el cuerpo social está vivito y coleando. Aunque necesita cirugía mayor, su estado de salud la puede aguantar. Aunque nada más tiene tres sílabas, “México” es una palabrota: condensa mucho significado en poco signo. Se dice fácilmente, sin considerar que designa un ente abstracto, una persona moral cuya realidad se asemeja a la de una A.C. o una S.A. de C.V. “México” es real en un papel. En cambio, Celaya, Iguala, Malinalco, Saltillo, Zacatecas tienen una realidad que se escucha, huele y toca.
Lo que uno se imagina al decir la palabrota es un mapa político. Si eres de imaginación vívida, a lo mejor hasta te imaginas el mapa con sus 32 divisiones, que también son entidades jurídicas. El estado libre y soberano de Quintana Roo, por ejemplo, pertenece a la misma familia que los dragones chinos o el número e. Este mapa político no es el único que podrías imaginar. Cada uno de los mapas imaginables se podría ubicar sobre diversos puntos en una escala de realidad. En un extremo de esa escala, se encuentra la abstracción pura y, en el otro, la absoluta concreción. Muy cerca del extremo abstracto se ubica el mapa de distritos electorales federales, que se dibuja dividiendo la población total de México entre 300. Por lo contrario, más concreto resulta el mapa por zonas militares, que se traza pensando en sierras que hay que trepar, ríos que hay que cruzar, impedimenta que hay que cargar. Un soldado no lleva el mismo equipo para los pantanos de Tabasco que para los desiertos de Chihuahua. No soy el único loco que se pone a pensar en las distintas formas de mapear México. A saber, quizá inspirado en Montesquieu, el emperador Maximiliano comisionó al historiador Manuel Orozco y Berra para que elaborara una propuesta de división territorial que tuviera en consideración la realidad: factores climáticos, características ecológicas, unidad histórica, homogeneidad étnica, etcétera. Ese mapa, que nunca llegó a utilizarse, tiene más de cincuenta divisiones territoriales. Ahí hay bonitas posibilidades que la ley no parió, como Ejutla, Teposcolula y Tehuantepec, que buscaban reconocer las diferencias que hay en las regiones que hoy están emplastadas en el considerablemente difícil de gobernar estado de Oaxaca. Cosa notable, la división realizada por Orozco y Berra tomaba en cuenta, sin calcarlo, en el mapa de México dividido por diócesis. Las divisiones en que hoy partimos México pasan por alto elementos como los del malogrado mapa imperial. Si los hubieran considerado desde la Independencia, tal vez nos hubiéramos ahorrado los cincuenta años de pronunciamentos que hubo por implantar la ficción de un dizque federalismo que en realidad buscaba centralizar el poder en la Ciudad de México. Quizá hoy habría estados que se llamarían El Bajío o La Huasteca, naturalmente establecidos sobre bases antiguas, y no sobre la necesidad de debilitar poderes locales que amenazaban al gobierno central. La Federación luciría menos, pero los municipios no serían la muñeca rota y fea de la Unión. El malogrado mapa no es del todo inútil. Nos sirve para reflexionar que los pueblos, ciudades y regiones de México, que se pueden percibir por los sentidos, importan más que los Estados Unidos Mexicanos, que tienen la existencia fantasmal de los actos jurídicos. “Municipio Libre” no nada más es el nombre de un tramo del Eje 7 Sur. En México, la patria chica todavía pesa. En nuestro país están latentes ideas y sentimientos muy semejantes a lo que un italiano de la Toscana quiere decir cuando dice “mio paese” o un francés de Normandía cuando dice “mon pays”. La historia patria es un mosaico bizantino de microhistorias. Me extraña la calidad de los mitos fundacionales que nuestros tatarabuelos escogieron para afirmar los Estados Unidos Mexicanos. En específico, me refiero al mito del Imperio azteca como una organización que, si bien practicaba la guerra florida y los sacrificios humanos, llevaba leyes benignas a los cuatro puntos cardinales, unificando a pueblos disímbolos en torno a beneficios comerciales e ideales compartidos. A lo mejor, el Estado-nación nos hubiera salido mejor si lo hubiéramos fundado sobre otro mito.
En el mito que nuestros tatarabuelos rehusaron, los aztecas eran unos gandallas que cobraban derecho de piso al resto de los pueblos del Anáhuac, a los chalcas, los xochimilcas, los culhuacanos, los coyoacanos, a los de Tacuba, Texcoco y Azcapotzalco y, en fin, a todo el que podían. También se envalentonaban con los pueblos de las regiones de Puebla-Tlaxcala, Toluca y Cuernavaca. En realidad, los aztecas se manchaban con toda la gente que estaba a su alcance, incluyendo alguna que poblaba los actuales estados de Guerrero y Veracruz. A este sistema de bravatas y chantajes se le ha llamado Imperio azteca. Si este “imperio” dejó más o menos en paz a los purépechas, los zapotecas y los mixtecas básicamente fue porque ya les quedaban muy lejos a los gandallas, que, para fortuna de los otros, carecían de caballos, bueyes, burros y carretas. Aun careciendo de medios de transporte, los aztecas llegaron a pie a Centroamérica, para echarle bronca a los de El Salvador. Hay que decir que, en casos excepcionales, los mexica ayudaron a alguien. Por ejemplo, en Guanacaste, al norte de lo que hoy es Costa Rica, defendieron a los chorotegas contra otros que eran todavía más gachos: los indios nicaraos. Nada mensos, los mexica se cobraron con mujeres locales, muy bonitas y buenas. En cierto momento, llegaron los españoles y los pueblos oprimidos vieron la oportunidad para deshacerse de los bravucones. A los buleados les salió muy bien la maniobra, que ahora conocemos como Conquista de México. No nada más se liberaron, sino que se expandieron como nunca, llegando hasta Santa Fe de Nuevo México. De Guanajuato hacia el norte, la civilización es obra de nahuas tan listos que supieron equiparse con las novedades importadas de Europa, como religión incruenta, Virgen morena, derecho romano, lingua franca y alfabeto compacto. Por si fuera poco, el proceso civilizatorio que siguió a la Conquista no estuvo manchado por la venganza, pues los indígenas vencedores no exterminaron a los vencidos de Tenochtitlan, sino nada más depusieron a la casta de sacerdotes y soldados que también tenía cogido al común de los aztecas por el pescuezo. Positivamente incluyentes, a lo largo del proceso los naturales de la tierra se fueron mezclando con los europeos, garantizando así que sus genes y su cultura se transmitieran a lo largo de las generaciones de una nueva raza humana. En fin, nuestro mito fundacional es como es. Por razones de Estado, nuestros tatarabuelos, que no eran tontos, lo escogieron y ya quedó fijo en el escudo nacional, que es una interpretación peculiar de algunos hechos históricos. Nadie quiere los cien años de guerra civil que tomaría reemplazarlo. Sin embargo, no hay que perder la capacidad de criticar el mito y de cuantificar cuán caro nos ha costado. Si otro hubiera sido nuestro mito fundacional, la historia de México comenzaría por una victoria de la justicia y la libertad, dentro de los límites que impone la caída condición humana. Los mexicanos modernos podríamos rastrear nuestro origen hasta una portentosa hazaña original. Desde el principio, ya éramos unas chuchas cuereras. Ya sabemos hasta el cansancio que México está plagado de problemas. ¿Qué hacer para que no se nos quiten las ganas de afrontarlos y mejor irnos a embriagar de tristeza a Garibaldi?
Lo único que podemos hacer es pararnos firmes con los dos pies sobre aquello que sí funciona y ha funcionado bastante bien por un buen tiempo. Me explico con un ejemplo. Por lo menos desde 1930, los mexicanos hemos sabido recibir inmigrantes de habla española que, en este país, encuentran solaz para el dolor de expatriarse y se naturalizan, aportando innumerables beneficios a su tierra adoptiva. Entre estos inmigrantes están, por supuesto, los refugiados de la Guerra Civil española que recibió el gobierno de Lázaro Cárdenas. Pero ellos no son los únicos españoles que han venido para acá, aunque son los que más se cacarean. También está el titipuchal anónimo de asturianos, catalanes, vascos, etcétera, que vino cuando España era una ruina económica. Acá prosperaron esos españoles. Acá arraigaron. Ellos no son los únicos. También están los chilenos y los argentinos que, habiendo llegado en números menos crecidos, han dejado obras perdurables y cuantiosa descendencia. Este fenómeno se debe a que, en el chip nacional, no está grabada la xenofobia. Los mexicanos, aunque nos da muina cuando, tres generaciones después, los descendientes de inmigrantes siguen ceceando, entendemos desde el inconsciente colectivo que somos una mezcla de razas humanas al menos tan barroca como el mole poblano. La naturalidad con que vivimos nuestra condición mestiza se ha transmitido hasta la legislación migratoria, que simplifica los trámites de naturalización para los fuereños que arriban desde países donde se habla español y con los cuales compartimos costumbres e historia. Quizá esa naturalidad sea una de las pocas cosas que funcionan muy bien en este país. Sin embargo, es una cosa muy grande y muy buena, sobre las cual nos podemos parar con firmeza. Los mexicanos podemos hacernos fuertes con lo contentos que se sienten muchos profesionistas solteros de Venezuela que se han venido a vivir para acá. Acá han encontrado trabajo o abierto sus negocios y han contratado sus hipotecas para comprarse un departamento. Algunos ya hasta tienen su pasaporte mexicano y, como tienen sangre ligera, se ríen con buen humor cuando les siguen echando carrilla porque todavía hablan chistoso, a pesar de su pasaporte. Que acá esos venezolanos se sientan bienvenidos a nosotros nos muestra nuestra mejor cara, como pueblo, pero también como Estado-nación. Sin embargo, ahora, como tantas veces en nuestra historia, parece que coge fuerza la tendencia a ir en contra de las tradiciones autóctonas, para copiarle a los gringos lo peor de Estados Unidos. Por supuesto que los servicios públicos ya están muy exigidos. Por supuesto que algunos venezolanos nada más vienen de paso para irse al Otro Lado. Por supuesto que también vienen flojos y pillos. Pero quizá éste sea momento para recordar quiénes somos y lo que hemos hecho. En veinticinco años, los hijos y nietos mexicanos de los venezolanos que están llegando para quedarse nos ayudarán a estar ciertos de que de que, si bien los problemas comunes se resuelven con políticas públicas, las políticas atinadas se diseñan a partir de la buena voluntad, la sabiduría popular, el sentido común y la memoria histórica. Esos mexicanos nos ayudarán a estar conscientes de que esta patria, con todos sus problemas, también es generosa y liberal. Sabiendo eso, no habrá por qué irse a cantar rancheras de ardido a Garibaldi. Pero qué ganas tengo de un gobierno conservador. Quiero un gobierno que conserve, por ejemplo, la ciclopista que va casi desde la antigua estación central de ferrocarril de Buenavista hasta Parres, ya mero para entrar a Morelos.
La ciclopista es una obra magnífica, pero en algunas partes el recubrimiento comienza a desprenderse. En algunos cientos de metros ya cerca del Parque Lineal del Ajusco, los mercados ambulantes cierran el paso en sábado o domingo. Ya que ni Dios Padre hubiera podido evitar que la marabunta sindical devorara al ferrocarril del sur, que debía terminar en Acapulco, pero Porfirio Díaz dejó inconcluso en Iguala, yo quisiera que por lo menos el actual remanente de aquella obra se conservara. Quiero gobiernos que conserven, por ejemplo, las varias decenas de kilómetros de ciclovía que, en este siglo XXI, el gobernador y/o el presidente municipal de Puebla tuvieron la iniciativa de construir. Es obra menos que perfecta, porque algunas pendientes son tan empinadas que bien podrían figurar como obstáculos para los profesionales que compiten en el Giro, la Tour o la Vuelta. A pesar de no ser perfecta, es obra que merece ser salvada del óxido y la herrumbre, pues abre un espacio para la recreación de los poblanos deportistas y sus perros. Además, puede ayudar en algo a desahogar el tráfico de la ciudad que nació para ser bella. Además, costó muchísimos millones de pesos. Quiero conservadores en el gobierno, para que conserven obras como el jardín escultórico que está unos kilómetros antes del túnel por donde se entra a Real de Catorce, en San Luis Potosí. Las esculturas armonizan de maravilla con el paisaje semidesértico y hay un pequeño edificio muy bonito, que debía haber servido como galería de arte y sala de conciertos. La idea del conjunto era que los turistas no pensaran que Real de Catorce existe nada más para ir a comer enchiladas mineras, tomar micheladas e ingerir peyote, haciendo la payasada de participar de un rito de la religión de los huicholes, pero sin compartir su fe. Las esculturas y el edificio están abandonados y han sido saqueados. Aquello fue hecho para lucir y servir. Por eso, la incuria da tanta pena. Quiero conservadores que conserven los logotipos del gobierno con el paso de los sexenios. Quiero que la imagen de, por ejemplo, la SENER sea una, estable, duradera, de diseño simple y elegante, que no pase de moda. Quiero que se deje de tirar papel membretado a lo bestia y que el que se imprima para 2024 se pueda seguir usando en 2037. Quiero gobernantes que dejen de pensar que soy tan idiota que con un publicista y un dibujante basta para lamparearme y convencerme de que, ahora sí, por fin, el gobierno va a cambiar para mejor. Quiero que deje de ser el imperativo de cada gobierno entrante distinguirse del saliente. Quiero gobiernos que me ayuden a seguir la línea de continuidad que existe entre la Primera República del presidente Guadalupe Victoria y nuestros días. Quiero gobiernos que conserven. Por supuesto, también hay cuestiones para las que quiero gobiernos progresistas, pero eso es harina de otro mitote. No amo mi patria, pero amo algunos lugares donde la encuentro concentrada. Por ejemplo, amo la plaza de San Fernando, cerca del cruce de Reforma y la Calzada México-Tacuba, hoy conocida como Avenida Hidalgo. Por ahí cerca está el Caballito de Sebastián.
En la plaza, hay una iglesia que ha estado cerrada desde el temblor de 2017. Soportan su campanario polines de madera que envejecen con la piedra de la fachada. Saqueada y rota, parece que la iglesia siempre fue una ruina y siempre lo será. También hay una estatua de Vicente Guerrero en uniforme militar. Es una escultura bien hecha de tamaño modesto. Encima del uniforme, Guerrero está cubierto por una toga de senador romano. Entre la sombra de los árboles, parece tranquilo, aparte de las intrigas entre las logias yorkina y escocesa, los partidos políticos del México de los 1820. Con la espada desenvainada, Guerrero aguarda a que llegue quién sabe qué, quién sabe cuándo. La estatua aguardará hasta que el orín la corroa. Aledaño a la iglesia, detrás de unos portales, está un cementerio descuidado que funcionó entre 1830 y 1870, cuando la que hoy llamamos Colonia Guerrero era el lugar de residencia de los capitalinos acomodados. Ahí yacen los restos de prohombres distinguidos, Martín Carrera, Miguel Lerdo de Tejada, José María Lafragua, José Bernardo Couto, Ignacio Comonfort o Ignacio Zaragoza. Para nosotros, los de ahora, esos son nombres de calle, pero fueron nombres de hombre, afanes, ilusiones, anhelos e ideales; tripas, bofe, corazón y sesos, que, pretendiendo gloria, obtuvieron olvido, tal vez inmerecido. En el cementerio están las tumbas de Benito Juárez y Melchor Ocampo, de Miguel Miramón y Tomás Mejía, quienes se zambulleron en luchas que a nosotros apenas nos rozan, centralismo y federalismo, conservadurismo y liberalismo. Sin que lo supieran, la muerte, amiga igualadora, puso a estas dos parejas de enemigos en un mismo sitio. Ahora yacen en la calma que sólo aporta el tiempo. En esa calma, podemos leer los nombres de sus lápidas y considerarlos como lo que fueron: figuras prominentes de una misma historia confusa, que nuestra ignorancia, quizá clemente, disipa, como los aguaceros de junio disipan los calores de primavera. El cementerio de San Fernando ayuda a poner en perspectiva la política. La historia no se detiene. Hoy, a San Fernando y sus alrededores arriban migrantes centroamericanos, casi todos jóvenes fuertes, morenos de cabello chino. Algunos forman familias de tres y cuatro integrantes. Quizá estos centroamericanos lleguen porque en la zona hay hoteles baratos en edificios decrépitos. Cuando no tienen para pagar la noche, duermen a la intemperie, al abrigo de los portales, frente a los sepulcros de muertos ilustres, junto a una iglesia que parece que se cae. Pero la iglesia no se cae. Bajo una carpa de lona, un padre celebra misa los domingos, a unos cuantos metros de donde hacen bolita los migrantes, donde comparten tamales y atole, donde pernoctan sobre cartones envueltos en cobijas y hacen sus necesidades en algún rincón medio apartado. En la plaza de San Fernando, los sábados hay comercio y trueque de libros usados. Pero no es por eso que la amo. Amo la plaza porque ahí el padre celebra misa al aire libre, cerca de un mojoncito de inmundicia humana. La amo porque, al celebrar cerca del excremento, el padre, con o sin conciencia de ello, hace símbolo del símbolo del símbolo, símbolo al cubo de mi historia, mi patria, mi pueblo y mi fe. Como prueba de que los mexicanos nos damos ínfulas vanas está nuestra relación secular con Centroamérica. Para la opinión pública nacional, al sur del río Suchiate se abre un marasmo verde que sólo llama la atención cuando ocurre un nuevo desastre natural, estalla un nuevo conflicto civil o se desata una nueva crisis humanitaria. Aunque es una región vital para México, menos de la mitad de los mexicanos considera que la vecindad con la región istmeña sea ventajosa para nuestro país.
Centroamérica, poblada por unos 40 millones de personas sobre una superficie que equivale más o menos a Sonora, Chihuahua y Coahuila, está conformada por siete pequeños países. De estos, tienen antiguos vínculos históricos con México seis: Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Aunque son pueblos hermanos, en el mejor de los casos los tratamos como si fueran primos en tercer grado. A lo largo de gobiernos sucesivos, la cooperación mexicana con Centroamérica ha seguido una estrategia que se mantiene más o menos constante desde los años ochenta. Bajo diferentes nombres, Mecanismo de Tuxtla, Plan Puebla Panamá, Proyecto Mesoamérica y Programa Integral de Desarrollo para Centroamérica, la estrategia básicamente consiste en jugar al tío Lolo. No toda la culpa es de México. En el istmo centroamericano, la caprichosa orografía americana alcanza grado churrigueresco, creando microrregiones centrífugas, cuya historia oscila entre la unión y el separatismo. Tras aquella farsa triste que resultó el Primer Imperio Mexicano, las repúblicas trataron de formar unas Provincias Unidas, pero cada república era un cacicato y, cada uno de estos cacicatos, un campo de luchas intestinas. Por eso, con crudeza y arrogancia, pero con tino, un viajero describió a la hermosa región como “una hamaca colgada sobre un cementerio”. En estas circunstancias, lo práctico ha sido reducir los intereses mexicanos en Centroamérica a la geopolítica: construir una hegemonía regional y asegurar la seguridad de las fronteras. Con todo y haber crecido a partir de los 1990, el comercio en la región, con superávit para México, constituye un porcentaje pequeño del total con el resto del mundo. Por el contrario, México recibe consideración en Centroamérica. Por ejemplo, sin contar a los que radican en Estados Unidos, hay más mexicanos en Costa Rica que en el resto de los países del mundo, con excepción de España. Muchos de ellos son empresarios independientes o gerentes y directores de empresas transnacionales. Una veintena de empresas mexicanas tiene importantes operaciones en el país y contribuye de manera considerable a las arcas de la nación tica. La cultura y el arte mexicanos se aprecian en Centroamérica. En festividades públicas y privadas aparecen expresiones de acá que fácilmente se aclimataron allá. Numerosos centroamericanos han escogido México para estudiar, conformando un grupo influyente que siente gratitud y simpatía hacia este país y su gente. Artistas y escritores de la región han adoptado a México como su segunda patria. Parece improbable que, en el futuro cercano, los mexicanos entablemos una relación más pareja con los centroamericanos. Sin embargo, algo podemos hacer para construir una patria más espléndida. Para empezar, podríamos dejar de pensar que “los migrantes centroamericanos” son una plaga a la que, como si fuera el dengue, el próximo gobierno debe “hallar solución”. La pregunta interesante es si podemos y queremos constituir un cuerpo social que trate con generosidad al forastero necesitado de hospitalidad. Como siempre en cuestiones humanas, la respuesta a la pregunta es ambigua, pues en este país, al mismo tiempo, trabajan Las Patronas y el opera el Instituto Nacional de Migración. ¿Con cuál de estos dos sueña “el Sueño Mexicano”? La burocracia es el resultado de un gobierno que se entromete en los asuntos de la vida privada y familiar. Sin embargo, no cualquier entrometimiento gubernamental es burocrático. Para que haya burocracia, se debe constituir una casta social de pedantes que pretenden regular nuestra dieta y hábitos, supervisar nuestros estudios, calificar nuestro trabajo, dictar nuestras opiniones, dirigir nuestra vida, saber qué es mejor para nosotros y, en general, hacerse responsables en lugar nuestro de lavarnos los dientes y ponernos la piyama. La burocracia, casta separada del resto de la sociedad, se gana la vida al inventarse tareas, para así tener derecho a mejor sueldo y pretexto para incrementar su número. La burocracia es la excrecencia natural que se produce al surgir una masa de empleados que fueron a la universidad, donde la mayoría de las materias, aunque difíciles de pasar, carecen de valor por sí mismas, pues no son sino elaborados ejercicios mentales que no producen sino tablas de Excel y presentaciones de PowerPoint. Constituida por universitarios, la casta burocrática cuenta con conocimientos científicos y filosóficos apenas suficientes como para erigirse en crítica de vidas ajenas. Receta panaceas para nuestra humanidad doliente y se siente autorizada a forzarnos a tragar su medicina. Vive en la íntima convicción de que sus medidas mejoran las actividades humanas o, cuando menos, sus porciones más importantes. En consecuencia, cualquier postura que se aparte de sus programas será superflua y, si las contradice, será perjudicial, por lo que se le debe eliminar lo antes posible, para así dejar campo libre a la influencia benéfica de los benévolos burócratas. La burocracia cunde sobre la faz de la tierra. Según datos de la OCDE, el país con más burócratas es Noruega, donde un tercio de la PEA está a sueldo de gobierno. Detrás vienen Suecia y Francia, con 25% más o menos. A pesar de las apariencias, en México la burocracia todavía no invade el cuerpo social: entre los países con más burócratas en términos porcentuales, este país no se encuentra entre los primeros diez y está por debajo de Canadá y Estados Unidos. No obstante, el Estado mexicano es el empleador más importante del país. El número de burócratas que trabaja directamente para alguno de los tres Poderes de la Unión comprende un ejército de varios millones de individuos. Si se considera que burócrata es todo aquel que trabaja para la administración pública a cualquiera de sus tres niveles, municipal, estatal o federal, o para los organismos públicos descentralizados, entonces el número debe andar por diez millones de personas cuyo salario se paga con impuestos. En consecuencia, el número de burócratas en México representa como una sexta parte de los trabajadores del país, la cual, según el INEGI, anda por los 60 millones. En contraste, Femsa, el mayor empleador privado, tiene apenas unos 300 mil empleados. Las diez empresas privadas con mayor volumen de ventas suman alrededor de un millón y medio. La burocracia echa montón. Los millones de burócratas, aun sin sumar a la familia que come de su sueldo, pueden hacer ganar a cualquier candidata. En términos de votos, cultivar la burocracia es un negocio redondo. ¿Alguien cree que Gálvez o Sheinbaum va a proponer una reducción al número de burócratas? ¿Bajarles el sueldo? ¿Reducir sus prestaciones? ¿Disminuir su influjo? Habrá de bastarnos con que la ganadora no pretenda multiplicarlos. Así también es la democracia. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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