Aunque la sociedad mexicana excreta abundante inmundicia en figura humana, sobreabunda en héroes, genios y santos. Uno de ellos es Miguel Ángel de Quevedo, a quien se conoce principalmente por ser una avenida con camellón. Sin embargo, es hombre que merece un biógrafo como Maurois o Zweig. Como no lo tiene, baste por ahora con algunos apuntes.
Miguel Ángel de Quevedo nació en una próspera familia de Guadalajara en 1862. La prosperidad no le protegió contra la tragedia, pues quedó huérfano de madre cuando tenía diez años. Siete años después, su padre falleció. El huérfano viajó a los Pirineos franceses, donde quedó a cargo de un tío suyo, cura de aldea que le inculcó amor por los árboles. En Europa, Quevedo estudió ingeniería, para volver a México en 1887. Entró a trabajar a una compañía de ferrocarriles y, mientras supervisaba la construcción de unas vías, fue testigo de las inundaciones que devastaban la región. Al explorar cerros y barrancas, Quevedo notó que estaban completamente pelonas y se dio cuenta de la absoluta necesidad de la reforestación. En 1893, una compañía hidroeléctrica franco-suiza contrató a Quevedo para investigar el potencial de México. Quevedo presentó a sus patrones un informe que destacaba los perjuicios que la tala de bosques causaba a la generación de electricidad. Tiempo después, Quevedo consiguió que se estableciera la Junta Central de Bosques. Así empezó su larga carrera como defensor de la conservación forestal. En 1901, Quevedo se valió de su nombramiento en una comisión de obras públicas para promover la creación de parques en la Ciudad de México. En 1900, los parques y jardines componían menos de 2% de la superficie urbana de la Ciudad de México. Como resultado del programa de Quevedo, la relación aumentó a 16%. En 1908, el presidente Díaz aceptó la proposición de Quevedo para crear dunas arboladas en Veracruz. El argumento que le convenció fue que las dunas disminuirían problemas como la fiebre amarilla y la malaria. Para 1913, Quevedo había cambiado el paisaje del puerto. Quevedo obtuvo recursos para otro proyecto: unos viveros forestales que abrió en Coyoacán. Estos viveros eran la pieza central de un sistema que producía 2.4 millones de árboles en 1914: cedros, pinos, acacias, eucaliptos y tamariscos, que fueron plantados en los lechos secos de los lagos y en las desnudas faldas de las colinas. Entre julio de 1913 y febrero de 1914, plantó 140 mil árboles. Cuando llegó a la Presidencia, Francisco Madero, agrónomo de Berkeley, demostró ávido interés por la conservación de los bosques y apoyó los esfuerzos de Quevedo. Madero creó una reserva forestal en el estado de Quintana Roo, que debió haber sido la primera de muchas, de no ser por el golpe de Estado de Huerta. Como Huerta consideraba a Quevedo un subversivo, el conservacionista se exilió voluntariamente. Después de la victoria de las fuerzas constitucionalistas, regresó a México y convenció al presidente Carranza para establecer el Desierto de los Leones como primer parque nacional de México. Más tarde, Quevedo produjo el borrador de la ley forestal que Calles promulgó en 1926, base para la legislación forestal mexicana. Más tarde, Cárdenas invitó a Quevedo para que dirigiera el Departamento Autónomo Forestal. Quevedo rechazó el ofrecimiento, diciendo que era ingeniero y no político, pero Cárdenas insistió y Quevedo le dio el sí. Aunque ingeniero, Miguel Ángel de Quevedo no le hizo fuchi a meterse de burócrata y político con diversas administraciones y regímenes. Por amor a los árboles y los bosques de su patria talada, de buena gana se ensució las manos de tierra, sin permitir que se le emporcara el corazón.
0 Comments
Por no mirar hacia el pasado, hay vejestorios que nos parecen novedades. Por ejemplo, el uso y cultivo de la mariguana fueron prohibidos en 1769 por el Arzobispo de México, Francisco Antonio Lorenzana. José Antonio de Alzate, sabio mexicano que tiene su calle en la Colonia de los Doctores, se opuso a la prohibición, alegando que la mota tenía efectos benéficos, aunque podía poner a la gente en estados ridículos, estúpidos o de plano espantosos.
El cáñamo, cannabis sativa, llegó a México desde el siglo XVII. Muy pronto se extendió tanto su consumo que los usuarios le dieron un apodo cariñoso en nahuañol: “pipiltzintzintlis”, que quiere decir “hijito” o “niñito”. Alzate, quien cultivó pipintzintlis con fines experimentales, escribió un artículo para defender a la yerba. En su defensa, dijo que podía inducir agradables sensaciones de felicidad erótica, así como visiones paradisiacas. Así pues, no es de extrañar que Alzate también anotara que le robaban las plantas que usaba para sus observaciones científicas. El artículo que publicó Alzate motivó una respuesta en la revista que publicaba José Ignacio Bartolache, quien también tiene su calle, pero en la Colonia Del Valle. La respuesta destacaba las virtudes curativas de la mariguana, diciendo que los curanderos la daban a beber en infusión a manos llenas, como remedio para cualquier mal, real o imaginario. A fin de cuentas, la prohibición del Arzobispo Lorenzana no se hizo efectiva. La razón que se dio en el Virreinato para no hacerle caso a Lorenzana fue: “la prohibición incita más y más el deseo de la cosa prohibida”. Por ahora, lo que importa de esta historia es subrayar un mal de nuestros tiempos: nos creemos los muy modernos cuando nos fumamos un churro, siendo así que somos bastante anticuados o, por lo menos, bastante semejantes a como es la gente de todo tiempo y lugar. Vivimos encerrados en nuestra época, privándonos de puntos de comparación, por lo cual nos imaginamos que somos libres como nadie lo ha sido, cuando bien podría ser cierto que somos más cautivos que nunca: de las leyes y el Estado, por no decir nada de nuestras pasiones. Quiero decir, a pesar de que, basados en nuestra ignorancia engreída, asumimos que el Virreinato fue un tiempo de candados morales cuya llave estaba en poder de un Inquisidor eclesiástico, Alzate pudo conducir sus experimentos con mariguana sin que lo fuera a molestar ningún inspector y sin temor a que lo metieran al tambo. Damos por hecho que aquella fue una época oscurantista, sin reparar que el uso de la mariguana se discutía públicamente en las revistas de la época. Sobre todo, pasamos por alto que la prohibición no surtió efectos: nuestros novohispanos choznos se daban sus buenos pasones, sin que la autoridad se entrometiera. Hoy ya no tiene tanta libertad una señora a quien le gusta poner macetas en su azotehuela y quisiera plantar unas amapolitas, por la simple y llana razón de que son flores muy bonitas. O lo que es peor, si en estos tiempos a un retrógrada derechista se le ocurriera afirmar que la mariguana es nociva para la salud física y mental, le lloverían encima invectivas y anatemas que jamás le hubieran pasado por la mente a la Santa Inquisición. En el ambiente de ahora, es imposible posible discutir diferencias con razones claras, pasiones sinceras y buen humor. La sustancia que inspiró este mitote fue tomada del capítulo que Rodrigo Martínez Baracs contribuyó para el libro Las reformas borbónicas 1750-1808, coordinado por Clara García Ayluardo y publicado por el Fondo de Cultura Económica. Yo quiero vivir en un país donde, cuando el Presidente de la República dé el Grito de Independencia en 2049, grite ante un pueblo que festeja pacíficamente con confeti y serpentinas: “¡Viva Hidalgo! ¡Viva Morelos! ¡Viva Guerrero! ¡Viva Iturbide! ¡Viva José Woldenberg!”
José Woldenberg estudió sociología y después una maestría en Estudios Latinoamericanos. Durante tres años estudió cine en el CUEC. Desde 1974 es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Tenía 22 años cuando dio su primera clase. Poco después, además de enseñar teoría política, comenzó a ejercitarse en su práctica, participando en la fundación del Sindicato de Personal Académico de la UNAM (SPAUNAM), que en 1977 se fusionó con el Sindicato de Trabajadores y Empleados de la UNAM (STEUNAM), del cual surgió el actual STUNAM. Como dirigente sindical, Woldenberg participó en una huelga que fue reprimida y estuvo preso cinco días en el Reclusorio Oriente. José Woldenberg fue fundador y militante del Partido Socialista Unificado de México, el Partido Mexicano Socialista y el Partido de la Revolución Democrática, el cual dejó por razones ideológicas. Entre 1989 y 1994, presidió el Instituto de Estudios de la Fundación Democrática. Como escritor e intelectual, ha participado en otras formas de la política, debatiendo la cosa pública desde la revista nexos. Woldenberg presidió el Instituto Federal Electoral de 1997 al 2003, cuando el Instituto estaba nuevecito. Antes de ese primer IFE, los órganos electorales existentes eran incapaces de ofrecer garantías de integridad, transparencia y certeza, tanto a los partidos en competencia como a los electores en su totalidad. Como Consejero Presidente del Instituto Federal Electoral, Woldenberg se impuso un objetivo simple de enunciar pero de dificultad formidable: que los ciudadanos y los partidos políticos tuvieran certidumbre en las elecciones. El IFE de Woldenberg fue responsable de dotar a los mexicanos con su primera credencial para votar con fotografía; de compilar listas nominales de electores, también con fotografía; de seleccionar y capacitar funcionarios de casilla; de imponer el uso de tinta indeleble y de boletas en papel seguridad foliadas por municipio. Así, las elecciones en México se metamorfosearon en un proceso creíble. A Woldenberg le tocó fungir como autoridad electoral en las elecciones presidenciales del 2000. En esas elecciones, por primera vez en 72 años un partido que no era el PRI ganaba las elecciones presidenciales. Ese IFE demostró ser una institución sólida capaz de hacer valer su autonomía. Este patriota mexicano que prefiere hacer política desde el salón de clases y el artículo de revista, insiste en conocer, valorar y defender la democracia que tenemos, con todos sus muchos, grandes, innegables defectos. Por eso, fue orador en la marcha ciudadana del 26 de febrero de 2023. Cuando el Presidente dé el Grito en 2049 estará conmemorando que, en parte, debemos a José Woldenberg un México democrático. Cuando el Presidente dé ese Grito del futuro, ojalá también conmemore que, de los héroes que nos dieron patria, Woldenberg fue de los pocos que murieron de viejitos en su cama. Basta de héroes asesinados y fusilados. Yo quiero vivir en un país de paz. . A la clase media mexicana le hace falta una Juana de Arco, cuya obra grandiosa consistió en lograr que la pequeña burguesía de Francia cobrara conciencia de que tenía la fuerza para erigir y derribar reyes y que la fuerza para erigirlos y derribarlos provenía de la fe. Lo que hace falta a la clase media es un milagro de convicción.
Esa Juana haría ver a la clase media mexicana que es la clase más numerosa del país. De ahí el interés en dividirla en clase media alta, media media y media baja, con dos extremos inmiscibles: ricos y pobres. Pero la división es mentirosa. Donde se construya un centro comercial hay clase media. Donde Liverpool, Suburbia o Coppel abran una tienda, donde haya un Cinépolis o un Cinemex, hay clase media, clase media del municipio de Atlixco o de la alcaldía Benito Juárez, pero clase media a fin de cuentas, que gasta y gasta bien, en refrescos embotellados, fórmula láctea, aparatos electrodomésticos y automóviles nuevos, para comprar los cuales la clase media se apunta en una lista de espera. Si eres propietario de un bien inmueble, eres de la clase media, sin importar si se trata de un terrenito en la colonia Pueblo Viejo de Iguala, de un departamento en la Del Valle o de una casa en Lomas de Angelópolis. Si tienes escritura, eres clase media. No importa si tus vacaciones son en Punta Mita o en Playa Caleta, si vas juntando a lo largo del año para vacacionar en diciembre, eres clase media. Si tus papás tienen que dejar de gastar en lujitos para que vayas a la universidad, sea pública o privada, eres clase media. Nuestra Juana de Arco haría ver a la clase media que es la clase más activa del país. Si tienes tu despacho de contador o tu consultorio de dentista, eres clase media, clase media de Pochutla, Oaxaca, o El Cedral, San Luis Potosí. Si eres dueño de un negocio, perteneces a la clase media, sin importar si compras y vendes marranos en La Piedad o llevas tu fábrica de envases de plástico en Lerma. Si eres empleado y, para llegar al final de la quincena, tienes que pedir prestado, eres clase media, sea que el préstamo te lo dé tu patrón, sea que te lo dé la tarjeta Platinum Card de American Express. De nivel de subsecretario para abajo, la burocracia proviene de la clase media. De esa clase todavía suele salir la mayoría de los secretarios de Estado y los Presidentes de la República, quizá con un par de excepciones entre los presidentes Ávila Camacho y López Obrador. De Celaya y de Tepic, pero son de clase media los oficiales del Ejército y la Marina, desde los tenientes hasta mero arriba. El tono de nuestro cuerpo diplomático lo da la clase media. La clase media es la más activa y ocupa los puestos operativos, administrativos y gerenciales de América Móvil, Bimbo y Cemex. Tanta clase media en tantos lugares habla bien de nuestro país, aunque a la clase media no la hayan dejado darse cuenta todavía. El día que nuestra Juana de Arco haga ver a la clase media mexicana cuánta fuerza tiene en sus manos, gobernícolas y milmillonarios van a temblar. Mientras Juana llega, tratemos de conocernos y comprendernos mejor, para que un día podamos unirnos entre nosotros, en eso que los marxistas han llamado “conciencia de clase”, pero que también podría llamarse solidaridad entre hombres de buena voluntad. En 2024, cuatro mil millones de personas en setenta países saldrán a votar, es decir, a intercambiar su voto por algo que ofrece un candidato al cargo de titular del Poder Ejecutivo. Ese algo puede ser tangible o intangible, general o particular.
“Yo te doy mi voto”, dice el votante al candidato, “si tú haces las paces con nuestros vecinos de Wadiya.” Pero también el candidato puede decir al votante: “Si tú me das tu voto, yo te doy un tinaco.” En otras palabras, votar se ha convertido en un comercio, un trueque, un negocio, más o menos mezquino de acuerdo con la altura ética del país donde se vota. En este contexto, se abre la oportunidad para que México se erija en ejemplo, modelo y parangón para el orbe entero de la Tierra. En 2024, podríamos los mexicanos quienes digamos: “Yo no voto ni por becas ni por pensiones. Yo doy mi voto a cambio de nada. Yo voto porque puedo. Voto para celebrar que no vivo en Corea del Norte, Birmania o Afganistán”, los países que ocupan los tres últimos lugares en el índice global de democracia. Hablando como unos Demóstenes que desayunan chilaquilitos con huevo, los mexicanos estaríamos afirmando nuestro orgullo porque, a pesar de los pesares, en este país las elecciones se han llevado a cabo de acuerdo con el orden constitucional desde 1934. Además, los presidentes han ejercido estrictamente el término que, por ley, dura su mandato. Algo semejante ha ocurrido en contados países: Canadá, Estados Unidos, Inglaterra y alguno más por ai. Nuestro Demóstenes de Tangamandapio estaría manifestando su solidaridad con sus conciudadanos, vivos o muertos, que han logrado, a costa de inmenso esfuerzo, un éxito notable: en México, a partir de 1997, se celebran elecciones limpias y los votos sí cuentan. Estaría conmemorando el hecho, mundialmente infrecuente, de que los partidos se alternan en el poder, pues en 2006 ganó el PAN, en 2012, el PRI y en 2018, Morena. Nuestro Demóstenes sabría cuan cara ha costado su democracia. La estima, a pesar de ser tan imperfecta. Otrosí, como un Cincinato que no canta mal las rancheras, nuestro mexicano arquetípico podría decir: “A mí no compran ni yo me vendo. Yo voto de gratis. Voto porque es mi deber y me lo pide la conciencia.” Nuestro Cincinato de Moroleón vota por la misma razón que tiende su cama y limpia la arena del gato. Vota igual que respeta los semáforos y paga sus impuestos. Vota por un patriotismo que no es cursi ni gritón, sino amor a la patria, humilde y callado. Claro, no es un puritano antipático: el 15 de septiembre da el Grito en el Zócalo de su localidad y compra su boleto para ir a ver jugar a la Selección Mexicana en el Azteca. Entonces, berrea “Cielito lindo” a todo pulmón. Cincinato sabe que México está malito, quizá mucho más de lo que dicen los doctores. Sabe que la patria sufre enfermedades endémicas, algunas agudas, algunas crónicas, pero también padece males propios de la época y la civilización. Sabe que México nació con taras y defectos. “¿Y quién no?”, diría Cincinato, al depositar su voto en la urna, pues sabe el dicho que dice: “A la sombra del amo, engorda el caballo.” Y así, votando en masa millones de Demóstenes y Cincinatas, de Cincinatos y Demóstenas, México elevaría el nivel de la democracia en el mundo entero. En consecuencia, el Nobel de la Paz de 2025 se entregaría al pueblo mexicano, “por contribuir a restituir el voto popular a su condición de ideal heroico”. Para ser un buen animal político hay que ser histórico y, para ser histórico, hay que ser poético y filosófico. Por ejemplo, elegir por voto secreto, universal y directo al Ciudadano Presidente de la República es una flor rara y delicada, que se desarrolló bajo circunstancias altamente improbables y en un soplo podría desaparecer.
Por singular fortuna, que un abrir y cerrar de ojos podría cambiar, México todavía no ha soportado tiranos como los que inspiraron Yo el Supremo de Roa Bastos o El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. Sin embargo, ha tenido monarcas efímeros: Agustín I y Maximiliano, que cargaron con el título de emperadores. Su título no fue megalomanía hueca, sino indicio de que entendían dónde estaban. Llamándose “emperadores” aceptaron que, al asumir el trono, no había nación mexicana que regir, sino pueblos diversos, unidos no más que por el catolicismo y el español, que en muchos lugares era segunda lengua. Fue su manera de decir, en idioma de antaño, lo que ahora dice el Artículo 2o de la Constitución mexicana: éste es un país pluricultural, aunque hoy menos que en siglo XIX. Ambos emperadores pretendieron ser como primeros auxilios para una cosa pública que parecía necesitar últimos sacramentos: Agustín lo fue para un recién nacido y Maximiliano, para una niña. Antes de Agustín y Maximiliano, hubo un plan para que México tuviera rey. A diferencia de los gobiernos de esos soberanos malogrados, aquel plan no fue concebido en la sala de urgencias: era cirugía planeada. El plan aparece en una memoria reservada que el Conde de Aranda envió al rey Carlos III, después de firmar como ministro plenipotenciario los Tratados de París de 1783, mediante los cuales Inglaterra reconoció la independencia de Estados Unidos y acordó la paz con Francia y España, que auxiliaron a las trece colonias que poseía en el Nuevo Mundo. El preámbulo del plan de Aranda dice: Estados Unidos es “república federal que ha nacido pigmea, pero día vendrá en que llegará a ser gigante y aun coloso formidable” en América. “Entonces su primer paso será apoderarse de las Floridas” y, dominando así el Golfo de México, es decir, el paso hacia Europa, “aspirará a la conquista” de lo que hoy es nuestro país. Como es archisabido, precisamente eso sucedió, por lo menos en la mitad despoblada de aquella inmensa Nueva España. Para evitar los males que Aranda veía venir, su plan proponía dividir las posesiones americanas de la Corona española, para establecer tres grandes monarquías: una en México, otra en Perú y otra en los territorios de Colombia, Ecuador y Venezuela. De acuerdo con el plan, los reyes hubieran sido infantes de España, tomando el monarca español el título de emperador. Entre ellos mismos y con la metrópoli, los tres reinos hubieran quedado unidos por relaciones de mutua ayuda y sostén. Con el plan de Aranda, los países de la América española pudieron haberse hecho independientes como Australia y Nueva Zelanda se hicieron del Reino Unido. Sin embargo, Carlos III no tomó en consideración la idea de su ministro, que hoy nada más nos sirve para cobrar conciencia de que, por capricho del destino, elegimos presidente, en vez de acatar a un rey o temblar bajo un tirano. La fortuna puede mudar. La moneda está en el aire. No amo mi patria, pero amo ir con mi hijo en nuestra cámper a peregrinar por algunos lugares de México que me ganan el corazón. Por ejemplo, San Blas, en el estado de Nayarit, que me enamoró primero a través de mis lecturas desordenadas sobre las obras formidables del Virreinato, como la conquista de Filipinas y la exploración de las costas de Norteamérica, desde California hasta Alaska.
En el siglo XVIII, después de que se logró la singularmente difícil conquista tardía del quebrado y selvático Nayarit, San Blas tuvo algunas décadas de esplendor. Ahí brilló, con colores rojos, anaranjados y rosados, un último arrebol en el ocaso de la obra civilizatoria de la cultura de habla española. Hubo ahí astillero naval, escuela náutica y observatorio astronómico, parte de la estrategia internacional de los funcionarios ilustrados de la Corona borbónica. San Junípero Serra zarpó de San Blas para iniciar su labor en Baja California y de ahí partían los barcos que fueron el cordón umbilical de las misiones franciscanas que ahora son las ciudades portuarias de San Diego o San Francisco. De ahí partieron las expediciones organizadas por los virreyes, comandadas por navegantes como Alejandro Malaspina y Juan Francisco de la Bodega y Quadra. En las naves, iban sabios indígenas, unos que hablaban otomí o maya, otros que hablaban náhuatl o zapoteco, con la esperanza de encontrar hombres cuya lengua nativa estuviera emparentada con la suya. Esas naves reconocieron las costas de lo que hoy son Oregon y Washington y llegaron hasta Vancouver, que por un breve periodo fue posesión española, cedida a la Gran Bretaña en un tratado de paz. Aún ahora una playa llamada Spanish Banks guarda la memoria de esos hechos. Las tripulaciones de aquellas naves tenían una composición muy semejante a la demografía del México del presente. Había algunos güeros de piel blanca que se ponían colorados con el sol y relativamente pocos indígenas de sangre pura. El grueso de la tripulación, desde oficiales hasta marineros, estaba conformado por numerosos mestizos con diversos grados de europeo, indio, africano y chino, un cóctel de las Indias nacido en lo que hoy llamamos Colombia, Nicaragua, México y Perú. Los Tigres de Mompracem de las novelas de Salgari pueden dar una buena idea de esa mescolanza de tipos y razas humanos, que de ninguna manera constituía una sociedad perfecta. Marinos aptos y capaces, pero criollos y mestizos, alcanzaban apenas cargos de segundo oficial, subordinados a unos capitanes que lo eran por ser peninsulares, no por sus talentos, conocimientos, capacidades y méritos. Ahí estaba ya la cólera justa que fue una de las causas de las Independencias americanas. Hoy, al astillero naval, la escuela náutica y el observatorio astronómico ya se los comió el sol, ya se los tragó el mar, a pesar de que fueron construidos con duras maderas tropicales. No amo mi patria, porque no puedo amar el vicio de mi generación buchona: echar al olvido la grandeza ganada por nuestros antepasados como se dilapida la quincena en una parranda. No amo mi patria, pero en San Blas y sus playas, con todo y sus embotellamientos de pueblo chico, con todo y sus feas casas de tabicón gris, con todo y sus mosquitos, zancudos y jejenes, dejé tantito del corazón. No amo mi patria, pero amo San Blas con amor que me hace querer rabiar, llorar y rezar. Cuando oigo hablar del Sueño Mexicano, me suena chafita, pues no oigo más que el Sueño Americano doblado al español. Monótono y homogéneo, me suena al Sueño Global que sueña con ir a la escuela desde el kínder; después de quince años de escolaridad, entrar a una universidad prestigiosa para después irse de maestría; al regresar, sentirse realizado por haber agarrado chamba; a lo largo de treinta y pico años de carrera, lograr dos, tres o cuatro ascensos, con aumentos de sueldo que permiten pagar la hipoteca.
Aunque este sueño es humano, natural y bueno, colocarlo como el sol de nuestra existencia es como poner un foco en el centro del sistema solar. Si bien nunca se hizo nada bueno con el estómago vacío, al ser humano no le basta tener la barriga llena para tener el corazón contento. Los hombres somos bípedos muy extraños, cuya dieta habitual incluye la ingesta de sueños. Para mantenernos sanos, los sueños que nos alimentan deben ser de calidad suprema. Los humanos necesitamos un Sueño para vivir, pero no nos lo puede dar el gobierno. Ningún candidato, ningún presidente, ningún partido y ningún sistema pueden darnos un sueño que de verdad nos nutra. Sin embargo, el mundo entero quiere el Sueño, pero lo quiere como alguien que, queriendo conseguir leche, va a pedirla a la ferretería. La civilización contemporánea le pide un Sueño a la política y, como no se lo da, la civilización se frustra, se entristece y se enoja. La política puede ofrecer orden y estabilidad, pero no plenitud ni felicidad. No obstante, para desgracia de la humanidad, a veces el olmo se ha puesto a querer dar peras. Cuando así ha sido, el Sueño termina en pesadilla. El Terror de Robespierre y el Pol Pot de Camboya fueron sueños que alguien soñó. Por eso, siempre será más confiable un gobierno que ofrece bastante orden, a uno que ofrece enorme felicidad. Como lo muestra nuestra autóctona 4T, no estamos a salvo del peligro de las utopías con las que sueñan los políticos. También puede ser que las democracias liberales del mundo occidental un día despierten de su sueño convertidas en el totalitarismo democrático de un Estado que garantiza a sus miembros seguridad y bienestar, pero a costa de sus libertades, incluyendo la libertad sacrosanta que cada quien tiene de meter la pata hasta el muslo. Parece ser que el consenso en la porción del mundo a la cual pertenece México es que el único Sueño común al que podemos aspirar es que cada individuo tenga su propio Sueño. Pero, si a pesar del consenso no queremos limitarnos a soñar con que Gonzalo sueñe su sueño y Georgina el suyo, sino que nos empeñamos en soñar juntos un Sueño Mexicano, busquemos que el Sueño valga la pena ser soñado. En México ha habido hermosos sueños que nos pudieran servir como base para soñar un Sueño compartido. Por mencionar algunos, está el de sor Juana, que soñaba con poner riquezas en su entendimiento, y no su entendimiento en las riquezas. Está el de la canción “La casita”, que popularizó Pedro Infante y cuya letra podría ser una composición que Manuel José Othón nunca firmó. Está el sueño soñado en la tilma de Juan Diego, que sueña todavía en la Basílica del Tepeyac. Al mismo tiempo que México libraba ésa que llamamos nuestra Guerra de Independencia, España también libraba una Guerra de Independencia, nada más que contra Francia. Apuesto a que nuestro país y la civilización de habla española serían más comprensibles si los programas educativos expusieran tal hecho a los parvulitos y trataran de explicarlo a los bachilleres.
Aquí en México, si te fue bien con la escuela a la que te inscribieron tus papás, la maestra te pone de tarea que leas en el libro de texto el cuadrito que lleva por título “Antecedentes de la Independencia”, donde se menciona en diez palabras el arresto del virrey Iturrigaray. Con eso, si es que hiciste la tarea, termina la enseñanza escolarizada acerca de la relación entre ambas Independencias. Las Guerras de Independencia simultáneas no son el único paralelismo entre las historias de México y España, que también tuvo un siglo XIX de enconada guerra civil. Aquí en México, primero contendieron federalistas contra centralistas y, después, conservadores contra liberales. Allá en España, los contendientes se llamaron carlistas contra cristinos: tuvieron nombres más bonitos. Ambos países buscaron resolver sus querellas intestinas yendo a buscar un rey a otra parte. Acá, vino Maximiliano de Habsburgo. Allá, Amadeo de Saboya. Tanto Maximiliano como Amadeo reinaron poco tiempo y sus reinados concluyeron con pocos años de diferencia, sin aplacar las desavenencias internas. España tuvo su Primera República y México su República Restaurada. Alguna paz llegó a España con Alfonso XII, un rey propiamente dicho; en México, llegó alguna paz con Porfirio Díaz, un general-presidente cuasi rey. Las paces no duraron, pues siguieron revoluciones terribles. Por fin, bien entrado el siglo XX, ambos países alcanzaron estabilidad, aunque con regímenes que, en el siglo XXI, las respectivas opiniones públicas juzgan execrables: el PRI y el franquismo. Al observarlos a detalle, los paralelismos divergen. Sin embargo, no hay que tomarlos por mera coincidencia, pues pueden ayudarnos a salir de nuestro error, a nosotros que consideramos que el Estado-nación es la unidad de la historia universal, su sujeto y protagonista. España y México tienen historias paralelas porque son ramas del mismo árbol, la civilización hispánica, que a su vez entronca con una de las manifestaciones de la cultura occidental, la cultura católica latina, que a su vez está injertada en la cultura cristiana de Occidente, que da media vuelta al mundo, desde las costas del Pacífico ruso hasta el litoral oeste de Sudamérica. A la civilización hispánica pertenecen Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, El Salvador, España, Filipinas, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Estos países tienen historias semejantes, porque se desgajaron de una civilización que decae desde el siglo XVIII, pero no acaba de caer porque está cayendo desde muy alto. Aunque repuntó con las Cumbres Iberoamericanas, la hispanidad es una idea fuera de moda. Se antoja más verosímil que el futuro nos depare MexUsCan a que se fortalezca la integración entre los países de habla española. Sin embargo, que una idea no esté en boga no quiere decir que sea mala. México es más que el país del crimen y la violencia. Como prueba, está el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española, celebrado en nuestro país en 1951. De este Congreso surgió la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), la forma institucional en que actualmente se “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua.
En aquel entonces, México buscaba ejercer poder suave en el mundo hispánico, para llenar el vacío que, entre los países de habla española, dejó la España de Franco, al quedar fuera de la ONU. Por medio del Congreso, México quería liderar a los países hispanohablantes, bajo el principio de que “se puede ser hispánico sin tener que ser español”. En esas circunstancias, José Rubén Romero, miembro de una Academia Mexicana que contaba con nueve diplomáticos entre sus dieciséis miembros numerarios, tuvo la idea de que México convocara al Congreso, sin que fuera iniciativa española. En los toros o el box, los académicos se la contaron a su amigo el presidente. Miguel Alemán tuvo el acierto de aceptarla. La ejecución de la idea fue magistral. La Academia Mexicana giró invitaciones por escrito a las demás Academias, por orden de creación. Pero, puesto que la iniciativa rompía el papel tradicional de la Real Academia Española, México obsequió a España con enviados que hicieron la invitación en persona, para manifestar respeto a la posición primada de los españoles en cuanto decanos. Este proceder facilitó que, cuando España fue invitada, el Congreso ya no era un proyecto de mexicanos, pues contaba con el beneplácito colombiano, ecuatoriano, salvadoreño, etcétera. Así, la Academia Mexicana empujó a la Real Academia contra las cuerdas con guantes de marca Cleto Reyes y España aceptó venir al Congreso, aunque no fuera iniciativa suya. Siguió el mejor round, después de que, ante la ONU, México votó en contra de que se levantaran las sanciones contra la España franquista y, posteriormente, apoyó una proposición soviética contraria al gobierno español. Como respuesta, los españoles comunicaron a la Academia Mexicana que, “por razones de patriotismo”, cancelaban su participación en el Congreso. Empero, la Real Academia asistiría si el gobierno mexicano cortaba con los republicanos. Como México no podía permitir que su política exterior se dictara desde Madrid, los preparativos del Congreso siguieron adelante. Pero como la idea era que México se convirtiera en el centro de la unidad del mundo hispanohablante, había que preservar esa unidad a toda costa, sin excluir a España, que con su anuncio había armado la de San Quintín. Para conservar la unidad, los académicos-escritores-diplomáticos de México hicieron circo, maroma y teatro. Como resultado de sus buenos oficios y oportunas gestiones, España aceptó acudir al Congreso, porque los países que hablamos español conformamos una “civilización hispánica”, distinta de la anglosajona, musulmana o china. Somos “los viejos multimillonarios de la fuerza moral y las energías vitales, los que podemos darles lecciones a los nuevos ricos" de Estados Unidos, cuya “técnica ensoberbecida ha querido regirse nada más que por una ley cuantitativa de más y más: "más riqueza, más producción”. El Congreso de 1951 fue una maniobra internacional en la cual notables mexicanos intentaron exitosamente crear un nuevo equilibrio en el mundo hispanohablante, pero sin causar rompimientos entre los países que hablan español. La maniobra, que logró frutos útiles y perdurables, es una prueba, entre miles, de que México es mucho más que “el país de la violencia, y el odio”. Para hacer lo que queremos hacer, debemos recordar que ya lo hemos hecho. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
April 2024
|