No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia, si puedo conocerlas con detalle. Cuando son estampitas piadosas, más bien me caen gordas.
En 1812, durante el sitio de Cuautla, mientras las tropas realistas del general Calleja los bombardeaban desde afuera de la ciudad, los insurgentes al mando de José María Morelos y Pavón se distraían con travesuras. Una de éstas era montar monigotes de trapo sobre caballos flacos, a los que ataban campanillas y cascabeles, para poner en alarma al enemigo y hacerle gastar municiones en balde. También tocaban tambor de ataque porque sí, nada más para traer fintos a los sitiadores. Una de las ocurrencias de los sitiados fue, literalmente, una chiquillada que le vino a la mente a Juan Nepomuceno Almonte, hijo del cura Morelos. “El niño Nepomuceno”, como le decían de cariño, había organizado la Compañía de Emulantes, unos chamacos que, con resorteras, llegaron a apresar a un realista. Como castigo por alguna trastada que hicieron, Morelos metió en arresto a dieciocho Emulantes. Nepomuceno, que entonces tenía 9 años, se subió a la azotea de la cárcel con algunos compinches y liberó con cuerdas a cuatro prisioneritos. Aunque su papá le puso una regañiza, la diablura de su hijo debió haberle resultado simpática, pues no disolvió su Compañía. En Cuautla, el hambre apretaba. Al principio, además de maíz, los soldados de Morelos recibían frijol y algo de carne. Podían conseguir garbanzo. Sin embargo, para el segundo mes del sitio, ya sólo quedaba, aparte de maíz, un poco de piloncillo, aguardiente y, de vez en cuando, una tortita de pan. Alguno que otro calentano guardaba todavía tantita cecina. Para el tercer mes, la situación empeoró, haciéndose insoportable por el hambre, la peste y el asedio constante. No había sal ni chile. Los que tenían suerte, comían iguanas, gatos y cueros. Otros salían a buscar verdolagas, con el riesgo de ser baleados. Los habitantes de Cuautla, que ni eran todos realistas ni todos insurgentes, quedaron atrapados entre dos fuegos. A veces, pedían a los de Morelos que les dejaran salir de la ciudad y, entonces, hacían señas a los de Calleja, suplicando por señas que les permitieran recoger las hierbas, raíces y frutas que pudieran. A pesar de lo sangriento del sitio, los realistas no les disparaban y los insurgentes no les imponían castigo. Entre tanto, Morelos no perdía el ánimo. Cierto día, escribió a Calleja para pedirle que “le echara más bombitas”, porque se estaba aburriendo. Cuando los insurgentes rompieron el sitio, al huir a galope Morelos cayó con su caballo en una zanja, a resultas de lo cual se lastimó dos costillas. Aun lastimado, logró escapar hasta un lugar llamado Potrerillo. Allí, la gente acudió a ofrecerle una suculenta comida. Con el hambre que traía, Morelos se excedió y le dio diarrea. Tuvieron que llevarlo en andas hasta Huiyapan, cuyo párroco lo acogió. Tomé este mitote de la vida de Morelos que escribió Carlos Herrejón. No amo mi patria, pero amo a algunos hombres que escriben libros sobre las figuras de su historia.
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Tuve un sueño. En ese sueño, los habitantes de México amaban la libertad. Para ellos, el país era el conjunto de las personas que lo conforman, no un ser por encima de esas personas. Aunque se sentían orgullosos de compartir costumbres y tradiciones con sus compatriotas, no veían en el Estado un Poder superior. Para los mexicanos de mi sueño, el gobierno no es un amo para servirlo, ni un dios para adorarlo.
Las mujeres y los varones, los ancianos y los jóvenes del sueño que soñé sabían que el gobierno es un instrumento necesario para ejercer y salvaguardar la libertad. Pero también sabían que ese instrumento amenaza la libertad, pues concentra el poder en manos de unos cuantos. Para prevenir que miles limiten a millones, hay que reducir al mínimo estrictamente necesario las funciones del gobierno, que se constituye y actúa por coacción. El gobierno debe preservar la ley y el orden, hacer valer los contratos entre particulares y fomentar la libertad económica y la libre concurrencia a los mercados, pues de la iniciativa personal y la cooperación voluntaria surge la riqueza de una nación. Pero el gobierno debe acabar donde empiezan las asociaciones y comunidades de hombres libres: familias, pueblos, iglesias, negocios, empresas, sindicatos, filantropías, clubes… Los mexicanos con quienes soñé no se preguntaban qué le pueden sacar al Estado. En cambio, se preguntaban qué es lo que ellos y sus semejantes pueden lograr por sí mismos, unidos libremente de mil formas diferentes, tradicionales y modernas, naturales y artificiales. La pregunta de esos varones y mujeres, de esos ancianos y jóvenes es: “¿Cómo podemos utilizar al gobierno para beneficio común, sin permitir que se convierta en un monstruo?” Los mexicanos de mi sueño soñaban con defender su libertad para creer, para pensar, para expresarse en palabras y en obras. Soñaban con defenderla frente a cualquier enemigo, incluso el Estado. Por eso, soñé que soñaban con dispersar su poder, sabiendo que, para impedir al gobierno central convertirse en monstruo de pesadilla, es mejor que su poder esté disperso, para que la gente lo pueda vigilar. Que el gobierno tenga poder político. Pero que no tenga el poder económico ni tenga el poder intelectual y moral. No es sólo por defender su libertad es que los mexicanos de mi sueño soñaban con limitar y dispersar el gobierno. Lo hacían por conveniencia. Los logros de la humanidad se deben al genio individual, a opiniones minoritarias, a un clima social que permite la diversidad. No es por decreto gubernamental que se ensanchan las fronteras del conocimiento. Si la civilización avanza, lo hace a pesar del gobierno centralizado, no gracias a la concentración de poder en el Estado. El liberalismo es un movimiento intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Postula que la libertad de las personas es el objetivo fundamental de una sociedad. Por eso, en cuestiones económicas defiende el libre mercado dentro de un país y el libre comercio entre países. Así, los hombres pueden actuar según su esfuerzo, su talento y su suerte, vinculándose unos a otros por voluntad propia. En lo político, el liberalismo defiende la democracia representativa y las instituciones parlamentarias, pues reducen el poder del Estado. En el sueño que soñé, los mexicanos soñaban en mover la fuerza de las ideas en favor de una patria de hombres libres. Después de haber soñado, desperté… Los ciudadanos que salimos a las calles a defender al Poder Judicial de la Federación y a la Suprema Corte de la Nación seremos tanto más efectivos cuanto mejor conozcamos aquello que defendemos. Para no marchar a lo tarugo, El Mitotero presenta a sus lectores no abogados una ficha con información sobre el Poder Judicial y la Suprema Corte.
Para preservar la libertad de los mexicanos, la Constitución dispone que el poder se divida en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial, que funge como una especie de controlador sobre la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El Poder Judicial tiene como encomienda la defensa del orden establecido por la Constitución, haciendo imposible que el Ejecutivo o el Legislativo puedan exceder los límites que les impone el derecho. De acuerdo con la Constitución, el Poder Judicial de la Federación (PJF) es el guardián del orden constitucional, el protector de los derechos fundamentales y el árbitro que dirime las controversias para quienes litigan en un proceso. El PJF está integrado por los siguientes órganos: Consejo de la Judicatura Federal, Juzgados de Distrito, Tribunales Unitarios de Circuito, Tribunales Colegiados de Circuito, Tribunal Electoral del Poder Judicial y la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). A la cabeza del Poder Judicial, está la SCJN, máximo tribunal constitucional del país. La Suprema Corte tiene la encomienda de conservar el equilibrio entre los tres Poderes y los tres ámbitos de gobierno, federal, estatal y municipal. Además, resuelve sobre asuntos importantes para la sociedad que, por ser novedosos, todavía no se han desarrollado criterios para juzgarlos. Cuando se realiza una consulta popular, la Corte determina si ésta va de acuerdo con la Constitución o no. Mucho del quehacer de la Suprema Corte, tiene que ver con “juicios de amparo” que fueron conducidos por juzgados y tribunales de menor jerarquía. Sobre algunos amparos, la Suprema Corte puede ejercer el “poder de atracción”. Esta “atracción” se ejerce sobre cuestiones que sean especialmente importantes para el orden jurídico mexicano, con la finalidad de fijar criterios obligatorios para el resto de los tribunales. Además de juzgar sobre amparos, la SCJN resuelve cuando surgen conflictos por invasión de competencias entre los otros dos Poderes Federales, los Poderes de los Estados, los Órganos de Gobierno de la Ciudad de México o entre los órdenes de gobierno. La Corte también resuelve cuando hay contradicción entre la Constitución y alguna otra disposición general, por ejemplo, tratados internacionales, leyes, reglamentos o decretos. Una vez que la Suprema Corte ha dictado una resolución, el resto de los tribunales del país está obligado a interpretar las leyes conforme al criterio de la Corte. No hay autoridad superior ni recurso legal que se pueda ejercer en contra de sus resoluciones. La SCJN está compuesta por once jueces que se llaman “ministros” y duran quince años en el cargo. Cuando hay una vacante, estos ministros deben ser escogidos por mayoría absoluta del Senado, a partir de una terna presentada por el Presidente de la República. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tiene sede en la CDMX, en el edificio que Lázaro Cárdenas mandó construir en el costado sur del Palacio Nacional. Se construyó encima de lo que fue la Plaza del Volador, donde se hacían corridas de toros. No amo mi patria, pero amo a mi paisano Celedonio Caldera, propietario de un rancho de vacas en Santiago Tepextla, un lugar de Oaxaca pegado a los límites con Guerrero, como a una hora en coche de Cuajinicuilapa, ciudad de diez mil habitantes sobre la Carretera Costera. Celedonio, alto y fuerte, es de la mera Costa Chica, a donde es común que los mestizos mexicanos tengan el pelo chino y la nariz chata. La posesión más preciada de Celedonio Caldera no es sus terrenos ni sus vacas, gallinas y guajolotes, ni los cocoteros ni los mangos afuera de sus dos casas, la vieja, que es de adobe, y la nueva, que es de tabicón. Tampoco es la pick-up seminueva que se compró con el dinero que le mandaron sus hijos que trabajan en Estados Unidos. Su posesión más preciada es un guanabanito que apenas está creciendo a la mitad del patio entre las dos casas. Celedonio acaricia, acicala y apapacha a su arbolito, esperando a que le dé guanábanas. Con su esposa, Celedonio cría a las hijas de uno de sus hijos braceros. Una de estas niñas es muy inteligente. Sin haber visto en su vida un juego de memoria, le ganó tres de tres partidas a su contendiente güerito de escuela bilingüe de ciudad grande. Celedonio resultó ser malísimo para jugar memoria. En vez de concentrarse, contemplaba y admiraba a su nieta, bonita, limpia y morena, de viva inteligencia, que cultiva con medios como el mar, el manglar, una escuela pública sin biblioteca y un celular con TikTok. Durante algunos días, Celedonio me dio hospitalidad. Me atiborró de tortillas, queso fresco y del mole de pescado que preparaba su esposa. Me repletó de agua de coco. Como yo era el defeño que le encomendó un conocido en común, Celedonio se me pegó como sombra durante mi estancia. Sin duda disfrutó de la encomienda, pues mis arreglos y quehaceres de campista le daban mucha risa. En la tarde, ya con el fresco, se sentaba a curiosear mi vida complicada de viajero en cámper. “Oooh”, reía Celedonio con su risa de sonidos redondos, como burbujas de atole al hervir, mientras yo cocinaba el desayuno en una estufa portátil. Si yo fui divertido para Celedonio Caldera, él lo fue para mí. La más graciosa de las historias que me contó fue la del concurso regional de ordeña que ganó. Al contarla, Celedonio se refería a sí mismo como “el Negro”, en tercera persona. En el concurso, el Negro de antebrazos como ramas de parota y manos a prueba de calambres era el contrincante a vencer por los ganaderos de la región. Tramposos de saga nórdica, le pusieron muchachitas guapas a izquierda y derecha, para que se distrajera mirándoles las piernas y coqueteándoles con piropos de viejo rabo verde. Pero el Negro no tragó el anzuelo y el Negro ordeñó cinco cubetas en tiempo récord, porque el Negro no tiene canicas en la jupa. Por racista y sexista, la historia de Celedonio Caldera sería censurada por la Inquisición progre de la Ciudad de México. No amo mi patria, pero amo a un hombre como el Negro Celedonio, quien nunca contaría su historia llamándose a sí mismo “el Afromexicano”. Mientras fui su huésped, pude mandar a volar la corrección política, que constriñe el habla y, por tanto, el pensamiento de los urbanícolas universitarios clasemedieros, que, por moda, clasifican a los hombres según categorías que quizá tengan sentido en las anglosajonas protestantes Memphis o Montgomery, pero no en el mestizo hispánico católico Santiago Tepextla, Oaxaca, México. Si esto te parece útil e interesante, por favor hazlo circular. Más argüendes por el estilo en mauriciosanders.com. |
Mauricio SandersEscritor, editor y traductor. Trabajó como agregado cultural y se ha desempeñado como funcionario en organismos para la cultura del gobierno de México. Más mitote
May 2024
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